El día que por fin la vio desnuda marcó su
vida de una manera que aún le resultaba difícil de comprender. Tal vez se
debiera a que había esperado que ese momento ocurriera varios años antes,
cuando tenían por costumbre tomarse de las manos y darse besos en la boca por
mera diversión. O un par de años después, cuando se dieron cuenta de que ser
más que amigas no era tan mala idea y salieron durante veintisiete fatídicos
días.
Pero definitivamente jamás imaginó que se
encontraría en esa situación llena de alcohol y después de no haberla visto
durante cuatro años, cuando no le quedaba ni la confianza ni la habilidad
motriz para emprender la difícil tarea de desabrochar un sostén ajeno ni de
meterse entre las piernas de la amiga de toda la vida que en realidad jamás
quiso darle más que promesas.
Por eso se detuvo en seco justo un segundo
después de que su amiga le hubiera ayudado con el trabajo del sostén y, de
paso, con las bragas. Se aseguró de mirar con atención todos los rincones de
ese cuerpo que venía deseando durante la mitad de su vida y se armó de valor y
determinación para apartar la vista y negarse a cooperar.
―¿Qué cambió? ―preguntó intentando pronunciar
todas las letras para evitar que se escuchara cuán borracha estaba.
―¿Por qué tiene que haber cambiado algo?
―respondió la otra, sonriente, amable, mientras se le acercaba y le ofrecía los
labios.
―Porque nuestra relación siempre ha tenido
motivos ―dijo, sincera, dolida, rechazándola quizá por primera vez en su vida―.
Y sé que no estabas muy interesada en esto la última vez que te vi.
―No lo creo así ―afirmó. Se acercó aún más,
tomó su mano derecha y le lamió dos dedos.
―Oh… ―murmuró incapaz de pensar en algo más.
La duda quiso seguir
estorbando pero su amiga, experta en temas de amor y en otros asuntos igual de importantes en la vida, le dio un beso con una
pasión de la que jamás la había considerado capaz. Y ella, mujer con
necesidades al fin y al cabo, sólo se dejó llevar...
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