jueves, 13 de agosto de 2015

Puerta

Entran por la misma puerta pero salen por puertas diferentes.

Erica, bajita, enjuta, de cabello rojizo y quebradizo, se desliza sigilosamente por la puerta trasera del viejo caserón que les sirve de picadero. Recoge su vestido amarillo estampado con horrorosas flores, se lo pone y se va sin despedirse, sin dirigir ni una sola mirada al cuerpo durmiente que se queda sobre el colchón. Siente vergüenza. Sabe que lo que hace está mal, que no debería tener encuentros íntimos con Elena, no sólo porque es la maestra particular de su pequeña Leonor, sino también porque es mujer.

Y también está el detalle de que Erica está casada. “Felizmente casada”, se repite como un mantra cada fin de semana en las fiestas de gala a las que tiene que acudir con su importantísimo marido. En esas ocasiones no lleva el vestido amarillo, el de las flores horrorosas; ése lo guarda para Elena, que un día le dijo que le gustaba mucho cómo se le veía.

Erica sabe que es un amor imposible y que siempre tendrán que verse a escondidas. Por eso siempre entran por la misma puerta, aunque eso no signifique que entren juntas, y salen por puertas diferentes. Tratan de no levantar sospechas, de que nadie pueda decir que las vio juntas en una situación comprometedora.

Es una vida difícil. Se trata de fingir todo el tiempo. A veces sus manos se rozan cuando Elena le enseña matemáticas avanzadas a Leonor y Erica entra a la pequeña habitación que se volvió un aula de clases con la excusa de comunicarle una llamada urgente. Erica le extiende el teléfono y cuando Elena lo toma, sus dedos se tocan. Apenas y se tocan. Pero es suficiente para desencadenar esa corriente eléctrica que después, en el viejo caserón, recorre libremente sus cuerpos desnudos y sudorosos.

Se desean. Se les nota en los ojos. Erica intenta ocultarlo con un maquillaje discreto que enmascara sus ojeras y algunas arrugas que aparecieron antes de tiempo. Por precaución, evita mirar a los ojos a su marido, aunque él esté demasiado ocupado en sus asuntos como para notar el brillo que aparece en los ojos de su mujer cada vez que se menciona el nombre de la profesora de la hija que tienen en común.

A Erica le da la impresión de que, a veces, a su marido también le brillan los ojos cuando habla de Elena. Pero no lo culpa. Elena es guapísima. Esbelta, alta, ojos grandes y almendrados, labios voluptuosos, manos estilizadas. Elena pertenece a esa clase de mujeres que no necesita maquillaje para lucir despampanante. Antes sentía celos y tenía miedo. Su marido podría quitársela en cualquier momento si se lo proponía. Inseguridad. Luego lo comprendió: Elena es suya, la ama, sólo tiene ojos para ella.

Por eso esa noche hace algo arriesgado. Regresa. Deshace el camino ya andado. Esta vez entra por la puerta trasera, recorre un par de pasillos oscuros, encuentra la habitación en la que se acuestan, entra y enciende la luz. Ahí sigue Elena, desnuda, apenas cubierta con una delgada sábana, soñolienta aún.

― ¡Erica! ¿Qué haces aquí? Tu marido debe estar por llegar y si no te encuentra…

No le da tiempo de decir nada más. Erica se quita el vestido amarillo y las flores horrorosas, que para Elena son bonitas, parecen decorar la alfombra que cubre el piso. Desnuda, se dirige al colchón y se acuesta junto a Elena.

― Vine a quedarme contigo.

No da más explicaciones y no son necesarias. Ambas saben que ya no tendrán que esconderse.


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