Entran por la misma puerta pero salen por
puertas diferentes.
Erica, bajita, enjuta, de cabello rojizo y
quebradizo, se desliza sigilosamente por la puerta trasera del viejo caserón
que les sirve de picadero. Recoge su vestido amarillo estampado con horrorosas
flores, se lo pone y se va sin despedirse, sin dirigir ni una sola mirada al
cuerpo durmiente que se queda sobre el colchón. Siente vergüenza. Sabe que lo
que hace está mal, que no debería tener encuentros íntimos con Elena, no sólo
porque es la maestra particular de su pequeña Leonor, sino también porque es mujer.
Y también está el detalle de que Erica está
casada. “Felizmente casada”, se repite como un mantra cada fin de semana en las
fiestas de gala a las que tiene que acudir con su importantísimo marido. En
esas ocasiones no lleva el vestido amarillo, el de las flores horrorosas; ése
lo guarda para Elena, que un día le dijo que le gustaba mucho cómo se le veía.
Erica sabe que es un amor imposible y que
siempre tendrán que verse a escondidas. Por eso siempre entran por la misma
puerta, aunque eso no signifique que entren juntas, y salen por puertas
diferentes. Tratan de no levantar sospechas, de que nadie pueda decir que las
vio juntas en una situación comprometedora.
Es una vida difícil. Se trata de fingir todo
el tiempo. A veces sus manos se rozan cuando Elena le enseña matemáticas
avanzadas a Leonor y Erica entra a la pequeña habitación que se volvió un aula
de clases con la excusa de comunicarle una llamada urgente. Erica le extiende
el teléfono y cuando Elena lo toma, sus dedos se tocan. Apenas y se tocan. Pero
es suficiente para desencadenar esa corriente eléctrica que después, en el
viejo caserón, recorre libremente sus cuerpos desnudos y sudorosos.
Se desean. Se les nota en los ojos. Erica
intenta ocultarlo con un maquillaje discreto que enmascara sus ojeras y algunas
arrugas que aparecieron antes de tiempo. Por precaución, evita mirar a los ojos
a su marido, aunque él esté demasiado ocupado en sus asuntos como para notar el
brillo que aparece en los ojos de su mujer cada vez que se menciona el nombre
de la profesora de la hija que tienen en común.
A Erica le da la impresión de que, a veces, a
su marido también le brillan los ojos cuando habla de Elena. Pero no lo culpa.
Elena es guapísima. Esbelta, alta, ojos grandes y almendrados, labios voluptuosos,
manos estilizadas. Elena pertenece a esa clase de mujeres que no necesita
maquillaje para lucir despampanante. Antes sentía celos y tenía miedo. Su
marido podría quitársela en cualquier momento si se lo proponía. Inseguridad.
Luego lo comprendió: Elena es suya, la ama, sólo tiene ojos para ella.
Por eso esa noche hace algo arriesgado.
Regresa. Deshace el camino ya andado. Esta vez entra por la puerta trasera,
recorre un par de pasillos oscuros, encuentra la habitación en la que se
acuestan, entra y enciende la luz. Ahí sigue Elena, desnuda, apenas cubierta
con una delgada sábana, soñolienta aún.
― ¡Erica! ¿Qué haces aquí? Tu marido debe
estar por llegar y si no te encuentra…
No le da tiempo de decir nada más. Erica se
quita el vestido amarillo y las flores horrorosas, que para Elena son bonitas,
parecen decorar la alfombra que cubre el piso. Desnuda, se dirige al colchón y
se acuesta junto a Elena.
― Vine a quedarme contigo.
No da más explicaciones y no son necesarias.
Ambas saben que ya no tendrán que esconderse.
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