miércoles, 18 de junio de 2014

Injusticia de la vida

Todo es blanco alrededor, aunque tengo los ojos cerrados. Una parte de mí me grita que debería ser negro, que algo está saliendo mal. Sé que debo escapar, correr lo más lejos posible, huir, huir, huir. Pero estoy cansada, no siento las piernas, ni los brazos, ni esa parte especial que está debajo del ombligo. Parezco liviana, capaz de volar.

Entonces noto un vacío en el corazón, una punzada profunda, un dolor lejano pero intenso. Y me doy cuenta del motivo: Sofía no está. Volteó hacia los lados, hacia arriba, hacia abajo sólo para ver que no hay diferencia alguna. No puedo abrir los ojos, no puedo distinguir ninguna dirección. Intento gritar y también me resulta imposible.

Lloro pero no siento que las lágrimas resbalen por mis mejillas. Gimo de dolor y no escucho los sonidos. Río pero no percibo que mi boca se abra. Estoy encerrada en algún lugar... sin Sofía. Me rindo, me rindo porque estoy completamente segura de que no puedo escapar. Y también tengo la certeza de que no la volveré a ver. Supongo que es una injusticia más de la vida.


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Llora porque se está yendo. Lo sabe. Se lo dijeron los médicos y también su madre, que fue al hospital a acompañarla en su dolor. Y no puede evitar llorar. Duele. Duele mucho. En el pecho y en la cabeza y en las manos que no la podrán tocar de nuevo y en la boca que ya no la besará. Es un vacío irremediable. Una sensación de pérdida más grande que el universo mismo.

Aparece otro médico, sin rostro, vestido de blanco. Dice algo, palabras y más palabras, y una mano en su hombro. Voltea hacia su madre, interpreta su expresión y entiende que se fue. Murió. Para siempre. Es extraño, doloroso, sorprendente. Miles de sensaciones se abren paso en su interior al mismo tiempo y se amontonan para llegar a su corazón. 

No lo puede creer. Esa mañana Lorena estaba bien, le preparaba el desayuno, le daba besos en las mejillas, acariciaba al gato que tienen, que tenían, en común. Apenas hace unas horas se despidió de ella para ir al trabajo, con el clásico beso en los labios, la caricia en la cabeza y el "cuídate mucho, Sofía". Hace nada había tomado su mano en el hospital, cuando le permitieron entrar a verla aunque tenía una hemorragia difícil de controlar.

Mira al médico, que sigue parado frente a ella, aún hablando. Parpadea, parpadea, parpadea... No se siente capaz de dejar de llorar. Se vuelve millones de pedacitos, millones de dolores y se da cuenta, por fin, de que no puede hacer nada. Suspira, sin humor, sin alivio, haciendo que el médico se calle. Sabe que su madre la mira, que varias personas de la sala de espera de urgencias han volteado a verla. Y no le importa. Porque se ha ido Lorena y con ella todo lo que le interesaba de la vida.

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