Mirna no le
pidió a Janet que se fuera. Tampoco le exigió que pagara una renta por
quedarse. Y mucho menos le aconsejó que comprara una colchoneta con el fin de
no pasar incomodidades al dormir ambas en una cama individual. No, el asunto de
su estancia era un tema del cual no se hablaba con facilidad.
Por otra
parte, Janet no se negó a usar la ropa de Mirna aunque le quedara grande de los
pechos y le apretara ligeramente del trasero. Ni siquiera se disculpó por no
tener ni un peso para ayudarle con la compra ni por no trabajar
momentáneamente. No, las cosas entre ambas fluían con bastante confianza y no
era necesario hacer una plática sin sentido.
Sin embargo,
a Janet sí le preocupaba el asunto del trabajo. Apenas llevaba cuatro días en
casa de Mirna pero bien dicen que “el muerto y el arrimado a los tres días
apestan”, así que debía hacer algo para no apestar demasiado.
—Mirna, ¿te
parece que cocine yo durante… durante el tiempo que esté aquí?
El rostro de
Mirna se turbó un poco. Luego su mirada regresó a ser clara pero reflejando
ligeras señales de tristeza.
—No te
preocupes. Tú has confiado en mí como hace mucho nadie lo hacía y yo te lo
agradezco. Por eso no tienes por qué hacer nada.
—Pero no
quiero lucir como una aprovechada.
—Oh, no te
preocupes, ya te tocará tenerme en tu casa.
Janet se
dirigió hacia la sala y se sentó en el sofá. Pensó en su casa y en lo que sería
de su marido. Probablemente había ido a acusarla con todo el que se atravesara
en su camino. Si hasta le parecía oírlo: Janet, la muy desgraciada, me
abandonó; Janet, la perra malagradecida, se largó con su amante; Janet, la
mujer de mi vida, ya no está. Claro, olvidaba mencionar los golpes y los
insultos que ella debía soportar.
Estaba
segura de que nadie habría limpiado y que los patos de madera que había
comprado hacía un mes estarían llenos de polvo e incluso rotos. Tal vez su
marido los habría roto para vengarse de ella, para que cuando regresara los
viera ahí tirados, con sus cuellitos rotos y sus alitas despegadas del
cuerpecito de madera.
También
sabía que su cama estaría sin arreglar, su ropa en la basura o quemada, sus
cosméticos regalados a las vecinas, sus platos de talavera y sus vasos de
cristal rotos, su cepillo de dientes en la cocina para usarse como instrumento
de limpieza, sus zapatos, los bajos y los de tacón, destrozados…
—¿Por qué
miras así? —Mirna, siempre tan oportuna.
—Sólo estaba
acordándome de mi casa —respondió con una sinceridad de la cual ya no se creía
capaz.
—¿Y es
bonita? Tú me pareces el tipo de gente que puede tener una casa con dos
recámaras, una cocina espaciosa con campana de humo, un jardín y un perrito de
los peludos. ¿Tienes mascotas?
—No. Hace
mucho tuve un gatito pero me lo envenenaron. Ya ves cómo es la gente —a Janet
le pareció que empezaba a hablar como Mirna—. Ah, y mi casa no era bonita. La
compartía con mi marido; de hecho, creo que era más suya que mía.
Mirna la
miró por un rato, enterándose de información confidencial por mera casualidad.
Janet no se veía muy feliz pero tampoco se notaba nostálgica. Lo que transmitía
era algo parecido al alivio.
—¿Estás
casada?
—Por
desgracia. Aunque yo creo que el matrimonio se invalida por maltrato. ¿Sabes?
Me casé con él porque me embaracé o me embarazó, no sé ya. Según yo, él se
había puesto el condón, pero los hombres son tramposos. Y no se mostró muy
sorprendido cuando se lo dije. Igual de nada sirvió porque aborté, tal vez no
tan accidentalmente como a él le hubiera gustado.
—¿Abortaste?
—Mirna no pudo evitar recordar su propia historia trágica y sentirse
acompañada.
—Pues no
yendo a una clínica. Me quería morir, más por estar con él arruinando mi vida
que por estar embarazada. Así que quise suicidarme intoxicándome con aspirinas
y tirándome luego por la escalera. Dicen que las mujeres embarazadas son más
resistentes y en mi caso fue cierto: sólo se fue el bebé. Hasta la fecha no he
logrado que me dé tristeza —sonrió.
—Me pasó
algo también —comenzó Mirna—. Hace muchos años tuve un novio. Yo aún no era
mayor de edad y él ya tenía unos treinta. Siempre me dejaba acariciar porque
era mi… responsabilidad. Y un día él me violó, como si yo fuera una niña
pequeña. No pude defenderme y mi sueño de perder la virginidad con el amor de
mi vida se fue al caño —suspiró, consternada—. Me siento identificada contigo
porque de cierta forma las dos sufrimos un ultraje, ¿no crees?
Janet
asintió y observó a la mujer casi bonita que estaba sentada en la alfombra,
justo frente a ella.
—Si nos
hubiéramos conocido antes, nada nos hubiera ocurrido —le dijo a Mirna,
completamente convencida de tal frase.
—Siempre nos
hemos conocido, sólo que no como ahora.
Janet juró
que aquello era cierto. Se sentó en la alfombra junto a Mirna. Se recargó en su
pecho. El sol entró incómoda e inoportunamente por una de las ventanas y su
color amarillento-anaranjado lo inundó todo, incluso el paisaje detrás de sus
ojos cerrados y delante de sus labios rozándose.
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