miércoles, 23 de enero de 2013

Amarillo demencial: III

Mirna no le pidió a Janet que se fuera. Tampoco le exigió que pagara una renta por quedarse. Y mucho menos le aconsejó que comprara una colchoneta con el fin de no pasar incomodidades al dormir ambas en una cama individual. No, el asunto de su estancia era un tema del cual no se hablaba con facilidad.

Por otra parte, Janet no se negó a usar la ropa de Mirna aunque le quedara grande de los pechos y le apretara ligeramente del trasero. Ni siquiera se disculpó por no tener ni un peso para ayudarle con la compra ni por no trabajar momentáneamente. No, las cosas entre ambas fluían con bastante confianza y no era necesario hacer una plática sin sentido.

Sin embargo, a Janet sí le preocupaba el asunto del trabajo. Apenas llevaba cuatro días en casa de Mirna pero bien dicen que “el muerto y el arrimado a los tres días apestan”, así que debía hacer algo para no apestar demasiado.

—Mirna, ¿te parece que cocine yo durante… durante el tiempo que esté aquí?

El rostro de Mirna se turbó un poco. Luego su mirada regresó a ser clara pero reflejando ligeras señales de tristeza.

—No te preocupes. Tú has confiado en mí como hace mucho nadie lo hacía y yo te lo agradezco. Por eso no tienes por qué hacer nada.

—Pero no quiero lucir como una aprovechada.

—Oh, no te preocupes, ya te tocará tenerme en tu casa.

Janet se dirigió hacia la sala y se sentó en el sofá. Pensó en su casa y en lo que sería de su marido. Probablemente había ido a acusarla con todo el que se atravesara en su camino. Si hasta le parecía oírlo: Janet, la muy desgraciada, me abandonó; Janet, la perra malagradecida, se largó con su amante; Janet, la mujer de mi vida, ya no está. Claro, olvidaba mencionar los golpes y los insultos que ella debía soportar.

Estaba segura de que nadie habría limpiado y que los patos de madera que había comprado hacía un mes estarían llenos de polvo e incluso rotos. Tal vez su marido los habría roto para vengarse de ella, para que cuando regresara los viera ahí tirados, con sus cuellitos rotos y sus alitas despegadas del cuerpecito de madera.

También sabía que su cama estaría sin arreglar, su ropa en la basura o quemada, sus cosméticos regalados a las vecinas, sus platos de talavera y sus vasos de cristal rotos, su cepillo de dientes en la cocina para usarse como instrumento de limpieza, sus zapatos, los bajos y los de tacón, destrozados…

—¿Por qué miras así? —Mirna, siempre tan oportuna.

—Sólo estaba acordándome de mi casa —respondió con una sinceridad de la cual ya no se creía capaz.

—¿Y es bonita? Tú me pareces el tipo de gente que puede tener una casa con dos recámaras, una cocina espaciosa con campana de humo, un jardín y un perrito de los peludos. ¿Tienes mascotas?

—No. Hace mucho tuve un gatito pero me lo envenenaron. Ya ves cómo es la gente —a Janet le pareció que empezaba a hablar como Mirna—. Ah, y mi casa no era bonita. La compartía con mi marido; de hecho, creo que era más suya que mía.

Mirna la miró por un rato, enterándose de información confidencial por mera casualidad. Janet no se veía muy feliz pero tampoco se notaba nostálgica. Lo que transmitía era algo parecido al alivio.

—¿Estás casada?

—Por desgracia. Aunque yo creo que el matrimonio se invalida por maltrato. ¿Sabes? Me casé con él porque me embaracé o me embarazó, no sé ya. Según yo, él se había puesto el condón, pero los hombres son tramposos. Y no se mostró muy sorprendido cuando se lo dije. Igual de nada sirvió porque aborté, tal vez no tan accidentalmente como a él le hubiera gustado.

—¿Abortaste? —Mirna no pudo evitar recordar su propia historia trágica y sentirse acompañada.

—Pues no yendo a una clínica. Me quería morir, más por estar con él arruinando mi vida que por estar embarazada. Así que quise suicidarme intoxicándome con aspirinas y tirándome luego por la escalera. Dicen que las mujeres embarazadas son más resistentes y en mi caso fue cierto: sólo se fue el bebé. Hasta la fecha no he logrado que me dé tristeza —sonrió.

—Me pasó algo también —comenzó Mirna—. Hace muchos años tuve un novio. Yo aún no era mayor de edad y él ya tenía unos treinta. Siempre me dejaba acariciar porque era mi… responsabilidad. Y un día él me violó, como si yo fuera una niña pequeña. No pude defenderme y mi sueño de perder la virginidad con el amor de mi vida se fue al caño —suspiró, consternada—. Me siento identificada contigo porque de cierta forma las dos sufrimos un ultraje, ¿no crees?

Janet asintió y observó a la mujer casi bonita que estaba sentada en la alfombra, justo frente a ella.

—Si nos hubiéramos conocido antes, nada nos hubiera ocurrido —le dijo a Mirna, completamente convencida de tal frase.

—Siempre nos hemos conocido, sólo que no como ahora.

Janet juró que aquello era cierto. Se sentó en la alfombra junto a Mirna. Se recargó en su pecho. El sol entró incómoda e inoportunamente por una de las ventanas y su color amarillento-anaranjado lo inundó todo, incluso el paisaje detrás de sus ojos cerrados y delante de sus labios rozándose.

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