martes, 15 de enero de 2013

Amarillo demencial: II




Estaban en la sala de un departamento pequeño pero bonito y, por ello, acogedor. 

—No, va en serio, soy un demonio. No te lo dije antes para no asustarte. Perdóname —Mirna daba su discurso con una expresión muy seria.

—Ya déjate de idioteces —musitó Janet, exasperada en parte por el horrible dolor de cabeza que la aquejaba. Estaba más cerca de la enfermedad de lo que podía predecir.

—No es una idiotez. ¿Por qué no me crees? Mira, así conseguí mi departamento. Cuando a uno lo mandan a la tierra, le dan preferencias, por decirlo de alguna forma, entonces nada más es cuestión de decir “soy demonio, haz válidas mis facilidades de pago” —sonrió sutilmente.

Janet comenzaba a preguntarse en qué problema se había metido. Seguramente esa joven tenía algún tipo de problema psiquiátrico y, probablemente, jamás había acudido al médico. ¿De dónde sacaba eso del demonio? Comenzó a observar la sala: un librero con muchos títulos de literatura sobrenatural —lo notaba por el color de las portadas y las sugerentes letras en las cuales estaba impreso el nombre del autor—, una televisión de pantalla plana…

—… ¿o no, Janet?

—¿Qué?

—Nunca escuchas, mujer. Decía que mi televisión es preciosa, ¿acaso no?

Asintió. Seguramente diría que la tramitó con el crédito que su jefe demonio le otorgaba, o al menos algo así había entendido. Se sorprendió mirando a Mirna más del tiempo necesario. Por fin, distinguió que era una mujer casi bonita, su único defecto notable era la nariz. Pero la nariz era siempre el problema.

Janet saltó de su lugar cuando vio que Mirna se reía con demasiada convicción. ¿Tenía su rostro algo gracioso? Oh, no, había leído su mente y notado el comentario sobre la nariz y seguramente había profundizado en su conciencia para saber que odiaba su nariz, herencia de su padre mitad judío aunque no tan grande.

—¿Ahora qué? —dijo por fin.

—Veo que te estás pensando lo del demonio. No, no estoy loca, es sólo una broma para ver qué tan amigables son mis invitados. Por eso no tengo muchos amigos.

De la nada, la tristeza inundó a Janet. Los ojos se le llenaron de lágrimas y éstas resbalaron por sus mejillas con bastante velocidad, como si las que fueran detrás las empujaran. Las lágrimas llegaron hasta su cuello y se mezclaron en su ropa, seca por cierto porque Mirna le había prestado un pijama.

Lo siguiente que experimentó fue el abrazo de una mujer. Y el maldito abrazo era tan cálido que pronto supo que así le habrían gustado todas las muestras de amor de su vida anterior. Tuvo unos segundos de confusión en los cuales deseó un beso apasionado como los que hacía mucho no le daba su marido.

—Janet, no te duermas aquí, ven levántate. En realidad no tengo otra cama pero puedes quedarte en la mía —suspiró—. Ay, no sé ni por qué te digo esto, ya no me escuchas.

Mirna se las ingenió para colocar a Janet en su espalda y llevarla a la habitación, decorada sólo por una pintura en la cual se observaba un cielo amarillo, unos árboles amarillos, un lago amarillo y unas ranas también amarillas; todos los tonos de amarillo variaban ligeramente.

Colocó a Janet en la cama y la tapó. Era increíble pero seguía lloviendo. A Mirna le gustaba aunque desde su departamento no se escuchaba el sonido en el techo, sólo cuando las gotas de lluvia golpeaban los cristales de las ventanas. Se acercó a la única ventana de la habitación, que no tenía cortina, y contempló a una pareja que todavía iba camino a casa. Conocía a ambos muchachos porque eran sus vecinos.

Recordó lo que había sido de su vida en los años pasados. Había tenido un novio hacía cinco años y luego una novia hacía dos. Ya llevaba cuatro meses sin acción de ningún tipo… Y extrañaba tener a alguien. Se dirigió hacia la cama, se acostó a lado de Janet y se tapó con otro cobertor. Era algo incómodo, cierto, pero reconfortante en el fondo.

—Oye, Mirna —susurró Janet un poco dormida. Ni siquiera esperó a que la otra dijera algo—. Eres quien siempre quise que llegara a mi vida.

Mirna guardó silencio y apretó los ojos casi escondiéndose. Incluso contuvo la respiración para no arruinar el momento. Sin darse cuenta de cómo ocurría se durmió. Los sueños de esa noche se resumían en dos cosas: necesitaba urgentemente a una novia y había visto a Janet antes.

Cuando abrió los ojos, tuvo la certeza de que se había convertido en un fantasma, de que sabía que en su vida pasada había sido una cucaracha y de que Janet la había matado varias veces seguidas. Tal vez eso que decían algunos libros de que uno siempre se topa con las mismas personas sin importar la reencarnación era cierto. Tan cierto como que Janet seguía acostada.

—Princesa, despierta ya —murmuró con desenfado mientras le tocaba el brazo izquierdo a su compañera de departamento.

Janet abrió un solo ojo y vio el rostro de Mirna más feliz de lo usual.

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