miércoles, 9 de enero de 2013

Amarillo demencial: I

Llovía y Janet caminaba debajo de las gotas de agua. Llevaba ya veinte minutos así e incluso su ropa interior se había mojado. No lloraba pues no había una verdadera razón. Sólo caminaba sin saber a dónde llegaría. Estaba segura de que había pasado más de treinta calles y de que se había salido de su rango conocido. Y comenzaba a hacer frío.

De pronto, se sintió como una indigente. Volvió a observar la ropa que llevaba: unos jeans rotos en las rodillas y en una parte de las pantorrillas, una playera blanca que ya dejaba ver sus pezones, un suéter muy delgado y nada elegante abierto y un par de tenis viejos, los más cómodos que tenía.

En poco tiempo se detendría, se sentaría en el suelo, se acurrucaría y, lo peor, alguien le tiraría una moneda. Aunque, pensándolo bien, la moneda no le vendría nada mal ya que había gastado sus últimas reservas —diez pesos— en un agua pequeña y un pan. También comenzaba a tener hambre mas no sed, lo cual sería irónico con tanta agua alrededor.

Desde las ocho de la mañana se había convertido en una parte más de las calles. Eran las cuatro de la tarde y seguía en la misma condición. Tenía un apartamento olvidado y no usado pero las llaves estaban en la otra casa, en el mismo cajón en el cual había dejado su cartera con las dos tarjetas de débito.

Cansada de la caminata y del frío, se sentó debajo de un arbolito. No tenía ni la menor idea de si esa zona era segura pero no le importó. Vaya, cómo daba vueltas la vida. A los diecisiete años, se casó con el consentimiento de sus padres porque quedó embarazada. Mejor no hubiera cometido el error de atarse legalmente a ese hombre pues perdió al bebé.

Sintió una punzada en el lado derecho de la cabeza. Sus recuerdos se trasladaron a los veintiún años, cuando trató de divorciarse y su marido la golpeó tanto que le dislocó un hombro. En ese entonces, sus padres ya habían pasado a mejor vida, no sin antes comprarle un departamento para que se fuera a vivir sola.

Ya había abandonado la ilusión del divorcio pero había albergado la del escape. De preferencia quería morirse, que un coche la atropellara en pleno Insurgentes, tirarse de un puente peatonal en Periférico o, mejor, aventarse a las vías del metro Hidalgo en hora pico. Ni siquiera le alcanzaba para el boleto. Y aunque le alcanzara, no sabría cómo regresar.

La punzada se convirtió en dolor de cabeza. Intentó incorporarse pero le ganó el dolor. Esta vez sí, si alguien se dignaba a pasar por esas calles con todo y lluvia, recibiría una moneda como recompensa por su lamentable y patético estado. Se insultó y de nada sirvió porque seguía sin llorar. Vamos, no es tan difícil, se dijo sin regañarse demasiado.

Quería llorar para desahogarse y permitirse vivir libre de rencores. Cuando uno contiene el llanto, sólo logra aparecer frente al mundo con los ojos llorosos, la voz quebrada y los labios descompuestos en una mueca bastante extraña. Aun sabiendo todo eso, no podía obligarse siquiera a lagrimar.

Estornudó. Lo que le faltaba era enfermarse. Tocó su frente y le pareció tener fiebre. Desmayarse sería lo más cercano a estar muerta que le pasaría en ese día. No estaba del todo mal. Si es que sólo hay que verle el lado bueno a las cosas.

— ¿Te sientes mal? —dijo una voz bajita que parecía de hombre. Trató de observar a la persona pero sólo diferenció una gorra Converse y un rostro muy ambiguo.

— No realmente. Gracias —quiso añadir: vete de aquí.

— Te he estado observando durante los últimos… —consultó su reloj— diez minutos y creo que cada vez te pones peor. Hace ratito te vi hablando sola. Imagino que es el frío porque aunque cargo esta chamarra —Janet se fijó y era de ésas que no dejan pasar el agua— yo lo siento, entonces tú con ese suetercito y luego todo mojado, no sé, me dio pena por ti. Además eres joven.

Sí, lo que necesitaba ese hombre, esa mujer, o lo que fuera era guardar silencio. La estaba mareando un poco.

— Entonces, ¿tienes a dónde ir? De todas formas vivo sola y tú no te ves mala persona. Digo, por si pensabas que invito a cualquiera a casa. No, no, es que tú aparte me caíste bien. ¿Cuántos años tienes?

— Veintitrés.

— Qué bien, somos casi de la misma edad, yo voy a cumplirlos en dos días. Y ya me siento algo vieja. Pero, como te decía, ¿vienes?

Janet acabó asintiendo. Después de todo era mujer y vivía sola. ¿No eso había dicho? Se levantó con la ayuda de su salvadora.

— ¿Cómo te llamas? —preguntó Janet usando la segunda frase más larga del día.

— Mirna. ¿Y tú?

— Janet.

— Bien, bien, ya nos iremos conociendo mejor cuando lleguemos a casa, eh.

Empezó a caminar a su lado. Reflexionando un poco, no había visto a nadie pasar por ahí durante el tiempo que había estado sentada y tampoco había nadie cuando llegó, de eso se había asegurado. Descartó cualquier posibilidad extraña puesto que comenzaba a sentirse asustada y pensó que Mirna era un nombre demasiado clásico para un fantasma.

No hay comentarios:

Publicar un comentario