viernes, 15 de diciembre de 2017

[Deep Deep Ocean] 12. El cielo también es azul



12. El cielo también es azul

Hace calor, demasiado para ser invierno en esa parte del mundo. Y el cielo está tan despejado que el sol tiene la oportunidad de llegar hasta ella en todo su esplendor. “Debe ser el calentamiento global”, piensa Martina mientras cambia de posición en la silla larga de playa y considera la tentadora posibilidad de cambiarse a una que esté debajo de una sombrilla. Nube tuvo la idea de utilizar una silla que quedara lejos de cualquier sombra para que se broncearan un poco y a Martina le pareció bien porque nunca lo había intentado, pero ahora empieza a pensar en el cáncer de piel y eso la inquieta bastante.

Se revuelve en la silla, incómoda, incapaz de acomodarse ahora que su mente está enfocada en los brillantes rayos del sol, en el sudor que le escurre desde la frente hasta los hombros, en la desagradable manera en que su cuerpo cubierto por un traje de baño de dos piezas (de blusa y short) y un vestido blanco de manga larga se pega al plástico de la silla en las partes que quedan expuestas y en la forma en la que seguramente se le forman arrugas alrededor de los ojos porque tiene que cerrarlos considerablemente para poder ver el mar turquesa que se extiende ante ella de una forma tan despreocupada.

Echa un vistazo a su alrededor y ve que en las sillas vecinas hay pocas personas. También escudriña la playa y alcanza a contar a diez personas que juguetean en el agua. Se alegra de haber decidido viajar dos semanas antes de Navidad, ese momento ideal en el que aún hay vuelos baratos y lugares bonitos frente a la playa donde hospedarse a un precio no tan ridículo. Voltea hacia las sillas que gozan de una precaria sombra y descubre dos sillas debajo de una sombrilla. Tomar la decisión de pasarse a una de ellas le lleva menos de dos segundos y hasta tiene tiempo de pensar que le dirá a Nube que se estaba tardando demasiado y que el bronceado que obtuvo le pareció suficiente.

Se levanta con cierta torpeza y hunde los pies descalzos en la arena. Es la primera vez que visita la playa y que ve el mar, y nadie le había dicho que la arena sólo se siente caliente en la superficie pero que más abajo es algo así como fría y húmeda. Le gusta eso. De hecho, le gusta todo lo que ha visto y hecho en esos cuatro días de vacaciones, incluso las gaviotas que parecen querer atacarlas cuando quieren tomar un poco de su comida, y el bicho transparente y gelatinoso que encontraron cerca de la orilla de la playa y que Nube dijo que se llamaba medusa. Se pregunta si todo le parece bello y mágico porque está con Nube o porque las cosas son así siempre.

―¿Me extrañaste?

Martina da un respingo e inmediatamente después siente el pequeño beso que Nube le da en el borde de la mejilla, casi en el cuello. Sonríe, probablemente como estúpida, desentierra los pies de la arena y acepta el vaso que contiene un líquido amarillento y hielitos que le ofrece su novia.

―Gracias. ¿Qué es?

―Agua de piña. Me la dieron en el bar, el que está a lado de la piscina ―hace una pausa breve, como si no supiera si debe decir algo y continúa―: ¿Entonces me extrañaste?

―Claro que sí ―responde Martina, un poco apenada por decir esas cosas en voz alta y en un lugar abierto.

―Bien, eso me gusta.

―Tardaste mucho ―insiste Martina, aún apenada.

―Ya sabes lo problemático que resulta utilizar esos ascensores ―responde simplemente Nube y se echa a reír.

Martina sigue su ejemplo. Le gusta que en esos momentos su novia pueda reír con tanta facilidad, que luzca feliz y despreocupada, que no tenga que pensar en el trabajo, ni en su familia, ni en el psiquiatra, ni en las cosas que necesitan arreglo en el departamento que rentan. Ese tiempo está reservado para ellas dos, para las pláticas nocturnas confidenciales en las que narran episodios de su vida, para sumergirse en la piscina y jugar como chiquillas y, desde luego, para recorrer sus cuerpos con deseo.

Martina puede decir que Nube por fin es toda suya y que tiene la oportunidad de acaparar toda su atención. Y sabe que nunca se lo dirá pero en el fondo, muy en el fondo, lo único que quiere es un lugar en el que puedan estar sólo ellas dos y vivir en paz.

―Por cierto, estaba a punto de pasarme a la sombra ―dice Martina―. Siento que ya me he quemado mucho.

―Exageras un poco. Yo creo que te ves muy bien con ese bronceado, aunque deberías quitarte el vestido para que tus brazos queden parejos.

―Ya sabes que no puedo…

Martina se alza de hombros y Nube la contempla con tristeza, en parte quizá por ser ella quien sacara a colación ese tema. Martina se pregunta si algún día tendrá la confianza suficiente para mostrar sus cicatrices de la forma despreocupada que lo hacen otras personas. No… No puede soportar la idea de que la gente las mire con curiosidad y murmure o piense cosas al respecto, que se pregunte qué le pasó o, peor, que se dé cuenta de que intentó matarse.

―De todas maneras lo importante es la cara, Martina, ya no te ves pálida y pareces más sana que cuando estábamos en la ciudad ―continúa Nube con tono despreocupado, como si jamás hubiera dicho nada que fuera delicado para Martina.

De cierta manera, Martina agradece el esfuerzo.

―No, yo creo que ahora me veo quemada ―responde soltando una risita.

―Te ves bien, de verdad. Pero te daré el gusto de que nos acostemos bajo esa sombra. Anda, apúrate ―dice antes de comenzar a caminar rápidamente hacia las sillas libres.

Martina asiente y la sigue torpemente. Nube se desliza con una facilidad y una gracia sorprendentes y está segura de que sentiría envidia si no fuera su novia.

―Corre, Martina, ¿o acaso no se te están quemando los pies? ―le grita Nube, que ya le lleva cierta ventaja.

No responde pero Nube tiene razón. La arena caliente comienza a molestarla y hace un esfuerzo para no correr porque existe la posibilidad de que se tropiece y se caiga. Martina tiene de repente la idea de que si hubiera nacido en un clima tan cálido y bochornoso, jamás hubiera fumado. Le cuesta creer que a alguien se le antoje un cigarrillo cuando suda tanto y tiene siempre esa sensación de incomodidad que le provoca la humedad. O quizá uno aprende a no sentirse incómodo cuando vive en un lugar así.

―No sabes cuánto me cansa el calor ―le dice a Nube cuando llega a su lado y se sienta en una silla.

―No creo que sea el calor, deben ser tus pulmones de fumador ―risita―. No tienes condición física.

―Oh, bueno, quizá también eso afecte ―reconoce Martina sonriendo levemente.

Deja el vaso ya vacío sobre la arena y le hace una seña a Nube para que se acueste junto a ella a pesar de que seguramente también está sudada y acalorada. Su novia le responde con una sonrisita y se sienta con medio cuerpo sobre ella. Martina no puede dejar de apreciar lo esbelta que es y lo bien que se ve con ese bikini negro. Además, el roce de sus nalgas con sus piernas es tan… estimulante.

―Sé qué estás pensando ―murmura Nube.

―¿De verdad?

―Claro que sí. Y es exactamente lo mismo que yo.

Martina esboza una sonrisa, echa una mirada a su alrededor para asegurarse de que nadie les está prestando atención y le da un beso largo y profundo a Nube. Se supone que no deben hacer esas cosas, no en un lugar que está tan lejos de su hogar y en el que no saben con qué tipo de gente pueden encontrarse, pero a veces resulta tan difícil contenerse…

―Me gustaría tener este lugar para nosotras solas ―suspira Martina momentos después de que se separan, cuando ya ha tenido tiempo para recuperar el aliento y ha calmado sus manos ansiosas.

―Tenemos la habitación para nosotras solas. Y debemos aprovechar porque nos vamos pasado mañana y no sabemos cuándo tendremos tanto tiempo libre de nuevo.

―Tienes tanta razón.

Martina deja que Nube se levante y luego la imita. Se acomoda un poco el short y el vestido, y toma la mano de su novia para guiarla hacia la habitación que afortunadamente está en el décimo segundo piso y les permite tener una vista fantástica del mar. A Martina nadie le había dicho que el mar tiene distintos tonos  de azul y que en ocasiones también parece verdoso, ni que en la noche se escucha cómo las olas rompen casi con furia contra la playa. Tampoco le habían dicho que el cielo también es azul, increíblemente azul, aunque compita contra el color del mar. En realidad jamás se había detenido a pensar en cosas que en otras épocas le parecían triviales pero ahora son realidades, tan tangibles como la arena que le calienta las plantas de los pies y se le pega entre los dedos.

―Te quiero mucho.

Su novia le sonríe, le aprieta la mano y forma con los labios las mismas palabras.

―Mucho mucho mucho ―añade con ese tono infantil que adopta cada vez con más frecuencia cuando están solas.

Continúan con su camino hacia la habitación, donde podrán refugiarse del calor, desnudarse, tomar un baño juntas, hacer el amor y dormitar un rato. Luego mirarán ociosamente el atardecer mientras esperan el momento adecuado para salir a cenar y dar un paseo por la playa. Porque tampoco nadie le dijo nunca a Martina que no hay nada mejor que compartir esas pequeñas maravillas de la existencia con la persona que se ama porque así todo luce aún más brillante. Y ella quiere que sus días sean siempre igual de perfectos.

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