12. El cielo también es azul
Hace calor, demasiado para ser
invierno en esa parte del mundo. Y el cielo está tan despejado que el sol tiene
la oportunidad de llegar hasta ella en todo su esplendor. “Debe ser el
calentamiento global”, piensa Martina mientras cambia de posición en la silla
larga de playa y considera la tentadora posibilidad de cambiarse a una que esté
debajo de una sombrilla. Nube tuvo la idea de utilizar una silla que quedara
lejos de cualquier sombra para que se broncearan un poco y a Martina le pareció
bien porque nunca lo había intentado, pero ahora empieza a pensar en el cáncer
de piel y eso la inquieta bastante.
Se revuelve en la silla,
incómoda, incapaz de acomodarse ahora que su mente está enfocada en los
brillantes rayos del sol, en el sudor que le escurre desde la frente hasta los
hombros, en la desagradable manera en que su cuerpo cubierto por un traje de baño
de dos piezas (de blusa y short) y un vestido blanco de manga larga se pega al
plástico de la silla en las partes que quedan expuestas y en la forma en la que
seguramente se le forman arrugas alrededor de los ojos porque tiene que
cerrarlos considerablemente para poder ver el mar turquesa que se extiende ante
ella de una forma tan despreocupada.
Echa un vistazo a su alrededor y
ve que en las sillas vecinas hay pocas personas. También escudriña la playa y
alcanza a contar a diez personas que juguetean en el agua. Se alegra de haber decidido
viajar dos semanas antes de Navidad, ese momento ideal en el que aún hay vuelos
baratos y lugares bonitos frente a la playa donde hospedarse a un precio no tan
ridículo. Voltea hacia las sillas que gozan de una precaria sombra y descubre
dos sillas debajo de una sombrilla. Tomar la decisión de pasarse a una de ellas
le lleva menos de dos segundos y hasta tiene tiempo de pensar que le dirá a
Nube que se estaba tardando demasiado y que el bronceado que obtuvo le pareció suficiente.
Se levanta con cierta torpeza y
hunde los pies descalzos en la arena. Es la primera vez que visita la playa y
que ve el mar, y nadie le había dicho que la arena sólo se siente caliente en
la superficie pero que más abajo es algo así como fría y húmeda. Le gusta eso.
De hecho, le gusta todo lo que ha visto y hecho en esos cuatro días de
vacaciones, incluso las gaviotas que parecen querer atacarlas cuando quieren tomar
un poco de su comida, y el bicho transparente y gelatinoso que encontraron cerca
de la orilla de la playa y que Nube dijo que se llamaba medusa. Se pregunta si
todo le parece bello y mágico porque está con Nube o porque las cosas son así
siempre.
―¿Me extrañaste?
Martina da un respingo e
inmediatamente después siente el pequeño beso que Nube le da en el borde de la mejilla,
casi en el cuello. Sonríe, probablemente como estúpida, desentierra los pies de
la arena y acepta el vaso que contiene un líquido amarillento y hielitos que le
ofrece su novia.
―Gracias. ¿Qué es?
―Agua de piña. Me la dieron en el
bar, el que está a lado de la piscina ―hace una pausa breve, como si no supiera
si debe decir algo y continúa―: ¿Entonces me extrañaste?
―Claro que sí ―responde Martina,
un poco apenada por decir esas cosas en voz alta y en un lugar abierto.
―Bien, eso me gusta.
―Tardaste mucho ―insiste Martina,
aún apenada.
―Ya sabes lo problemático que
resulta utilizar esos ascensores ―responde simplemente Nube y se echa a reír.
Martina sigue su ejemplo. Le
gusta que en esos momentos su novia pueda reír con tanta facilidad, que luzca
feliz y despreocupada, que no tenga que pensar en el trabajo, ni en su familia,
ni en el psiquiatra, ni en las cosas que necesitan arreglo en el departamento
que rentan. Ese tiempo está reservado para ellas dos, para las pláticas
nocturnas confidenciales en las que narran episodios de su vida, para sumergirse
en la piscina y jugar como chiquillas y, desde luego, para recorrer sus cuerpos
con deseo.
Martina puede decir que Nube por
fin es toda suya y que tiene la oportunidad de acaparar toda su atención. Y
sabe que nunca se lo dirá pero en el fondo, muy en el fondo, lo único que
quiere es un lugar en el que puedan estar sólo ellas dos y vivir en paz.
―Por cierto, estaba a punto de
pasarme a la sombra ―dice Martina―. Siento que ya me he quemado mucho.
―Exageras un poco. Yo creo que te
ves muy bien con ese bronceado, aunque deberías quitarte el vestido para que
tus brazos queden parejos.
―Ya sabes que no puedo…
Martina se alza de hombros y Nube
la contempla con tristeza, en parte quizá por ser ella quien sacara a colación
ese tema. Martina se pregunta si algún día tendrá la confianza suficiente para
mostrar sus cicatrices de la forma despreocupada que lo hacen otras personas.
No… No puede soportar la idea de que la gente las mire con curiosidad y murmure
o piense cosas al respecto, que se pregunte qué le pasó o, peor, que se dé
cuenta de que intentó matarse.
―De todas maneras lo importante
es la cara, Martina, ya no te ves pálida y pareces más sana que cuando
estábamos en la ciudad ―continúa Nube con tono despreocupado, como si jamás
hubiera dicho nada que fuera delicado para Martina.
De cierta manera, Martina
agradece el esfuerzo.
―No, yo creo que ahora me veo
quemada ―responde soltando una risita.
―Te ves bien, de verdad. Pero te
daré el gusto de que nos acostemos bajo esa sombra. Anda, apúrate ―dice antes
de comenzar a caminar rápidamente hacia las sillas libres.
Martina asiente y la sigue
torpemente. Nube se desliza con una facilidad y una gracia sorprendentes y está
segura de que sentiría envidia si no fuera su novia.
―Corre, Martina, ¿o acaso no se
te están quemando los pies? ―le grita Nube, que ya le lleva cierta ventaja.
No responde pero Nube tiene
razón. La arena caliente comienza a molestarla y hace un esfuerzo para no correr
porque existe la posibilidad de que se tropiece y se caiga. Martina tiene de
repente la idea de que si hubiera nacido en un clima tan cálido y bochornoso,
jamás hubiera fumado. Le cuesta creer que a alguien se le antoje un cigarrillo
cuando suda tanto y tiene siempre esa sensación de incomodidad que le provoca
la humedad. O quizá uno aprende a no sentirse incómodo cuando vive en un lugar
así.
―No sabes cuánto me cansa el
calor ―le dice a Nube cuando llega a su lado y se sienta en una silla.
―No creo que sea el calor, deben
ser tus pulmones de fumador ―risita―. No tienes condición física.
―Oh, bueno, quizá también eso
afecte ―reconoce Martina sonriendo levemente.
Deja el vaso ya vacío sobre la
arena y le hace una seña a Nube para que se acueste junto a ella a pesar de que
seguramente también está sudada y acalorada. Su novia le responde con una
sonrisita y se sienta con medio cuerpo sobre ella. Martina no puede dejar de
apreciar lo esbelta que es y lo bien que se ve con ese bikini negro. Además, el
roce de sus nalgas con sus piernas es tan… estimulante.
―Sé qué estás pensando ―murmura
Nube.
―¿De verdad?
―Claro que sí. Y es exactamente
lo mismo que yo.
Martina esboza una sonrisa, echa
una mirada a su alrededor para asegurarse de que nadie les está prestando
atención y le da un beso largo y profundo a Nube. Se supone que no deben hacer
esas cosas, no en un lugar que está tan lejos de su hogar y en el que no saben
con qué tipo de gente pueden encontrarse, pero a veces resulta tan difícil
contenerse…
―Me gustaría tener este lugar
para nosotras solas ―suspira Martina momentos después de que se separan, cuando
ya ha tenido tiempo para recuperar el aliento y ha calmado sus manos ansiosas.
―Tenemos la habitación para
nosotras solas. Y debemos aprovechar porque nos vamos pasado mañana y no
sabemos cuándo tendremos tanto tiempo libre de nuevo.
―Tienes tanta razón.
Martina deja que Nube se levante
y luego la imita. Se acomoda un poco el short y el vestido, y toma la mano de
su novia para guiarla hacia la habitación que afortunadamente está en el décimo
segundo piso y les permite tener una vista fantástica del mar. A Martina nadie
le había dicho que el mar tiene distintos tonos de azul y que en ocasiones también parece
verdoso, ni que en la noche se escucha cómo las olas rompen casi con furia
contra la playa. Tampoco le habían dicho que el cielo también es azul,
increíblemente azul, aunque compita contra el color del mar. En realidad jamás
se había detenido a pensar en cosas que en otras épocas le parecían triviales
pero ahora son realidades, tan tangibles como la arena que le calienta las
plantas de los pies y se le pega entre los dedos.
―Te quiero mucho.
Su novia le sonríe, le aprieta la
mano y forma con los labios las mismas palabras.
―Mucho mucho mucho ―añade con ese
tono infantil que adopta cada vez con más frecuencia cuando están solas.
Continúan con su camino hacia la
habitación, donde podrán refugiarse del calor, desnudarse, tomar un baño
juntas, hacer el amor y dormitar un rato. Luego mirarán ociosamente el
atardecer mientras esperan el momento adecuado para salir a cenar y dar un
paseo por la playa. Porque tampoco nadie le dijo nunca a Martina que no hay
nada mejor que compartir esas pequeñas maravillas de la existencia con la
persona que se ama porque así todo luce aún más brillante. Y ella quiere que
sus días sean siempre igual de perfectos.
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