viernes, 17 de noviembre de 2017

[Deep Deep Ocean] 8. Palabras de consuelo



8. Palabras de consuelo




Respira profundamente e intenta no voltear a ver su teléfono. Lo ha dejado sobre la pequeña mesita de cristal que se encuentra en el centro de la sala y le desquicia que no deje de vibrar. Podría acercarse y quitarle la función de vibración pero… ¿qué pasaría si responde por error? ¿Colgaría de inmediato? ¿Saludaría? ¿Tendría una animada conversación? ¿Escucharía todo lo que su padre tiene que decirle?



No, no, no. Mueve la cabeza de un lado a otro con cierta brusquedad y no para hasta que consigue que su cuello truene y le duela. Abre mucho los ojos asustada ante la posibilidad de haberse hecho daño de una forma tan estúpida. No, no, eso tampoco. El teléfono deja de vibrar momentáneamente y Nube puede tomar un respiro, abrir mucho la boca y dejar entrar más aire del que necesita. Luego el teléfono vuelve a vibrar y se desvanece cualquier esperanza que pudiera haber albergado.



Por un momento pensó que su padre quizá se aburriría… Pero él no es así. Si ha llegado tan lejos en el camino de los negocios es porque siempre ha sabido cuándo darse por vencido y, desde luego, conoce a su hija y sabe que tarde o temprano cederá porque no soportará la presión. Siempre ha sido así. Siempre. Incluso recuerda una vez, cuando tenía 6 o 7 años, que su padre la inscribió a una competencia de natación. Nube lloró y lloró durante casi una hora antes de la competencia porque una cosa era nadar en la alberca pequeña que conocía y otra meterse en lo que ella visualizaba como un lago artificial y estar a la vista de todas las personas que asistieran al evento. Al final su padre no cedió, y su madre ni siquiera consideró la posibilidad de llevarle la contraria a pesar de lo preocupada que lucía, y Nube terminó deteniéndose cuando se dio cuenta de que podía tocar el fondo.



Por eso prefiere no acercarse, dejar que el maldito teléfono vibre y vibre y vibre… Si tan sólo Martina estuviera ahí podría ayudarle, quizá respondiendo, quizá abrazándola hasta que el miedo paralizante que la agobia desapareciera, tal vez apagando el teléfono. Nube es consciente de que Martina puede hacer cualquier cosa porque, después de todo, logró hacer que se revelara contra el destino que su familia había elegido para ella, que dejara su cómoda vida y comenzara a trabajar, que se fueran a vivir juntas y, ahora, que se fuera a casa sin ella porque tenía un proyecto importante y saldría del trabajo hasta muy tarde.



Nube puso reparos y se inventó muchas maneras de pasar el tiempo mientras esperaba a Martina, pero su novia no cedió. La mandó a casa después de darle un beso en la frente y asegurarle que estaría con ella antes de medianoche. Y todo estaba bien, Nube había tomado un baño, comido un sándwich y visto uno de esos curiosos programas de televisión (realities, creía que se llamaban) que venían siendo su gusto culposo y que jamás admitiría que veía. Todo estaba bien hasta que entró la primera llamada. Y han pasado 15 minutos desde entonces… y se siente mal y tiembla y tiene miedo. Cree que está teniendo un ataque de pánico pero posiblemente sólo se esté sugestionando.



Si tan sólo Martina llegara y la salvara… Porque si hay algo que Nube no puede mantener bajo control es la ansiedad y el miedo que siente cuando piensa en su padre. Había evitado hablar con él desde que tomó la decisión de seguir el camino de su corazón y no el camino de su herencia, y creyó que a su padre le había parecido bien porque no había hecho ningún esfuerzo por comunicarse con ella. Hasta ese momento, claro está.



Respira superficialmente. Ya no puede más. Se arrastra hasta la mesita de centro, se deja caer pesadamente sobre la alfombra y desliza el botón del teléfono hacia la derecha.



―¿Bueno?



―Hija.



Nube pasa saliva ruidosamente. ¿Qué puede decir? ¿Debería colgar? No se ha dado cuenta pero un par de lágrimas resbalan por su mejilla izquierda.



―¿Cómo has estado?



El tono de voz de su padre, casi tan cálido y tan amable como la vez que Nube hizo su primera maqueta, la toma desprevenida. No recuerda hace cuánto que no lo escuchaba hablarle así, aunque tiene la vaga idea de que fue cuando le comunicó oficialmente que sería arquitecta como él y le enseñó su puntaje de ingreso en la universidad.



―B-bien. ¿Y tú papá?



―Como siempre. En los negocios. Pero me alegra que tú estés bien ―hace una pausa, seguramente para encender un cigarrillo―. Tu madre me llamó hace poco para decirme que habías tomado tu propio camino. ¿Eso es cierto?



Nube sabe que es su momento. Puede decírselo y quitarse ese peso de encima y…



―No lo sé. Creo que sí ―responde. Le habría gustado decir algo más contundente, gritar una orgullosa afirmación y no simplemente masticar palabras inseguras.



―Ya. Sabes que no apruebo lo que estás haciendo, ¿verdad?



Se hace un silencio. Nube siempre ha creído que sólo puede ganarse la aprobación de su padre de una manera y, obviamente, esa manera no tiene nada que ver con la vida que lleva actualmente.



―Supongo que lo sabes ―suspira su padre―. Y quiero que recuerdes que la vida no es tan fácil como siempre te he hecho creer. Te has apartado de mi cuidado y has decidido que eres una adulta capaz de tomar decisiones. Incluso te has ido a vivir con otra mujer ―una nota leve de desprecio―, aunque eso en realidad no me importa tanto. Supongo que puedo ir renunciando a la idea de ver a mis nietos dirigiendo la compañía. Pero no importa. Una vez que te vas no vuelves, Nube, ¿me escuchas?



―Sí.



―¿Y entiendes lo que te digo?



―Eso creo.



―¿Piensas no volver? ¿Renunciar por completo a tu única familia?



Nube duda unos segundos. Intenta poner en su voz toda la fuerza que Martina le ha brindado.



―Sí. No acepto tus condiciones.



―Bien. Supongo que no puedo hacer nada para cambiar eso. Pero si todo sale mal no vengas a mí llorando, para eso tienes a tu madre.



―Claro, lo sé ―murmura.



―Que te vaya bien entonces.



―Gracias.



Su padre cuelga. Nube deja caer el teléfono, no como una acción de coraje o frustración, sino porque sus manos tiemblan tanto que no es capaz de sostenerlo. Se siente tan mal... tan vacía, como si su padre se hubiera llevado toda la seguridad y la felicidad que había acumulado con Martina. Y trata de decirse que todo está bien, que nada ha cambiado, que las cosas no saldrán mal porque Martina es muy buena y muy inteligente y sabe lo que hace.



Se da cuenta de que está llorando con fuerza. Se cubre la cara con las manos y se recarga, completamente derrotada en el sillón. El odio que tanto se había esforzado por combatir se apodera de ella y el llanto, que hace unos momentos era de tristeza y miedo, ahora refleja simplemente todas las cosas malas que siente.



Quiero morir. Desaparecer por completo y que jamás nadie vuelva a saber que alguna vez existí. Cerrar los ojos y que todo sea negro, negro y profundo, infinito como…



¿El mar?



Se levanta tambaleándose, aún con lágrimas en los ojos. Intenta olvidar la conversación que acaba de tener con su padre y concentrarse en Martina y su brillante sonrisa, y esos días de paz amor que ha vivido a su lado. Piensa en sus besos, en sus caricias delicadas pero apasionadas, en las palabras que le susurra con una voz tan débil que jamás puede atraparla...



Entra en la cocina. No sabe lo que hace. La imagen de su padre se superpone a la imagen de Martina que trata de crear desesperadamente. No sabe qué hacer. Cree que se va a volver loca en cualquier momento. Desearía gritar, golpear la pared para deshacerse de todo el odio, para volverlo a esconder en ese lugarcito en el que se retorcerá eternamente pero del que no podrá salir.



En su cabeza, la solución que llega es fácil. Abre un cajón y agarra el primer cuchillo que encuentra. Nube no se da cuenta, pero de los tres cuchillos que hay en la casa ha elegido el primero que compraron, el más barato, el más pequeño y el que nunca se ha mandado a afilar. En otras circunstancias, si estuviera relajada y tranquila, por ejemplo, le habría costado comenzar y quizá hubiera decidido cambiar de cuchillo. Pero Nube se siente mal de verdad y su mente está realmente nublada, así que ejerce la presión suficiente y se abre dos tajos largos en forma de equis en la muñeca, uno de arriba hacia abajo y el otro de abajo hacia arriba, y mira la sangre brotar durante unos interminables tres segundos.



Entonces nota algo extraño, como una especie de cosquilleo en la mano. Deja caer el cuchillo y parpadea repetidas veces para enfocar su antebrazo y la sangre y la reverenda estupidez que posiblemente ha cometido. Agarra un trapo con prisa y lo oprime contra su muñeca pero sólo logra mojar el trapo con su sangre. “Ah, ese me gustaba”, piensa débilmente. Sonríe y cae en la cuenta, esta vez en serio, de que debe hacer algo más que quedarse parada como idiota.



Regresa a la sala, recoge su teléfono y le llama a la única persona que sabe que primero irá a rescatarla y después la regañará.



―¿Qué pasa, amor?



―Martina, me voy a morir.



Una pausa breve, muy breve y luego el pánico en la voz de Martina.



―¿Por qué dices eso? ¿Qué te pasa?



―Me corté un poquito y no deja de salir sangre. Y creo que duele y… no sé, tengo tanto miedo que no puedo pensar ―Nube deja escapar una risita que rápidamente se convierte en un llanto lastimero. Está en estado de shock y trata de pensar en alguna solución pero no se le ocurre nada.



―Quédate tranquila, ¿sí? Intenta quitarle el seguro a la puerta y siéntate en el sillón. Vas a estar bien, Nube, muy bien.



―No, Martina, me voy a morir ―dice de una forma medianamente comprensible porque sus palabras están empapadas por el llanto.



―No, amor, todo va a salir bien. Haz lo que digo, por favor ―y las últimas dos palabras tienen tanta fuerza que Nube cumple con las indicaciones y se deja caer en el sillón gris oscuro que acaban de estrenar.



Se lleva el teléfono al oído y oye a Martina hablando con otras personas. Dice algo para ella pero Nube no comprende las palabras, no tanto por la pérdida de sangre sino porque el miedo, la desesperación y ese estado de casi resignación en el que ha sumido hacen que el mundo sea muy diferente. Es una tonta y quizá sí merece morir, pero no quiere. Quiere estar con Martina más tiempo, muchos años, toda su vida si es posible. Y ahora…



Cierra los ojos y se queda dormida, con Martina aún susurrando inútilmente palabras de consuelo para alguien que ya no puede escucharlas.

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