4. Detrás de mi sombra
―¿En qué estabas pensando?
―pregunta por tercera vez y su voz transmite más tensión que en las ocasiones
anteriores.
Nube nota ese cambio en la voz,
la manera en que las vocales se hacen un poco más largas, pero de todas formas
no puede responder. No se siente capaz. ¿Cómo podría explicarle…? Martina
debería comprenderlo, claro, pero por la intensidad con la que le hace la misma
pregunta duda mucho que lo apruebe.
Martina había regresado a su casa
el viernes por la mañana, justo después de haber estado ausente 24 horas.
Llevaba ropa limpia, oscura y que desde luego sí combinaba con su cabello
morado (aunque Nube se dio cuenta de eso hasta algunas horas después). Había
tocado el timbre y había esperado una respuesta durante más de 10 minutos, así
que ya se sentía verdaderamente inquieta cuando Nube le abrió la puerta.
Desde luego, lo primero que notó
fueron las heridas, la sangre coagulada en algunas partes y la obvia falta de
higiene en ellas. No había podido evitar quedarse con la boca abierta, incapaz
de creer que Nube de verdad se había lastimado. Después había decidido que la
sorpresa y todo lo que tenía que decir podían esperar y que lo mejor era actuar
rápido, así que guió a una temblorosa y ojerosa Nube al baño, lavó bien sus cortes,
que por suerte eran en su mayoría superficiales, y la llevó a la cama.
―¿No dormiste nada anoche? ―en
realidad no necesitaba una respuesta, su cara lo decía todo, pero de todas
maneras creyó que debía hacerle un poco de conversación.
Nube no habló pero movió la
cabeza de derecha a izquierda una sola vez y se cubrió los ojos con el brazo
sano. Estaba llorando y a Martina no se le ocurrió nada mejor que acostarse a
su lado y abrazarla hasta que se quedó dormida.
Martina había pasado cinco horas
de su vida sintiendo una culpa lejana por la situación de Nube. Quizá ella y su
historia de suicidio con todo y cicatrices bien visibles le habían dado ideas.
O quizá no. También era posible que Nube ya hubiera tenido esas ideas pero por
algún motivo hubiera elegido justamente el día anterior para llevarlas a cabo.
Incluso existía la posibilidad de que Nube estuviera pensando en suicidarse
cuando la encontró en el techo de ese edificio…
De todas maneras no valía mucho
la pena atormentarse por eso. Había sido una decisión de Nube y ella únicamente
podía aspirar a hacerle ver lo equivocada que estaba. Por eso esperó a que Nube
despertara, comiera el huevo revuelto mal hecho que Martina le había preparado
con muchas complicaciones, y se bañara y cambiara de ropa para comenzar a hacer
preguntas.
―Por favor. Es que no logro
entenderlo. ¿Qué te pasó por la cabeza en esos momentos, Nube? ¿Querías hacerte
daño...? ¿Querías desahogarte? ―continúa Martina. En verdad desea comprender
porque está bastante segura de que si comprende entonces podrá ayudarla.
Nube respira profundamente. Alza
la mirada hacia Martina, evitando sus manos nerviosas que se entrelazan una y
otra vez, y se alza de hombros.
―No… No lo sé.
Su propia voz le suena extraña,
posiblemente porque lleva más de 24 horas sin pronunciar ninguna palabra.
―Creo que… me odiaba un poco.
Martina, que está de pie frente
al sofá donde Nube está sentada, se le acerca, se arrodilla y coloca una mano
en el muslo.
―Mejor siéntate aquí, ¿sí? ―le
dice Nube dando una palmadita en el lugar libre del sofá.
Martina obedece pero luego ya no
sabe cómo continuar. Ella sabe por experiencia propia lo difícil que resulta
controlar el odio dirigido hacia uno mismo. Aún recuerda vagamente esa
sensación y le causa un dolor profundo que Nube tenga que sentirse de esa forma
también.
Quiere ayudarla. De ninguna
manera desea que Nube pase por lo mismo que ella, por todo ese camino de dolor,
odio, desesperación y soledad... Sobre todo de soledad. Martina todavía no se
ha dado cuenta en ese momento, pero ha tomado la decisión de quedarse a lado de
esa chica de apariencia frágil que en ese instante está junto a ella
físicamente y la mira con una mezcla de miedo y preocupación. Y tampoco lo
sabe, pero está dispuesta a cruzar cualquier límite para que ambas sean felices
juntas.
―¿Por qué te odiabas? ―pregunta
por fin.
Nube lo piensa unos segundos, el
tiempo suficiente para saber con seguridad que todo ese odio se relaciona con
el momento en el que decidió seguir los planes que de cierta forma le impuso su
padre y cumplir con las cosas que él esperaba de ella.
―Mi padre… ―vacila un poco. En
realidad no sabe cómo contar esa parte de su vida porque nunca ha tenido la
oportunidad de hablarla con nadie y está segura de que para muchas personas sería
la cosa más estúpida del mundo―. Verás, mi padre tiene una compañía de
proyectos de arquitectura. La fundó cuando terminó la universidad, hace unos 35
años, desde luego antes de casarse con mi madre y tenerme. Tuvo mucho éxito,
tanto que para cuando yo tenía 7 años ya vivíamos en una zona bastante
exclusiva de la ciudad. Y su éxito ha seguido creciendo con los años. De hecho,
no me sorprendería que en unos 10 años más entre en la lista de las oficinas
más grandes del mundo. El detalle de esto es que soy su única hija... la única
heredera.
A Nube le incomoda mucho esa
parte de la historia aunque no logra comprender del todo los motivos. A muchas
personas les parecería maravilloso ser herederos de una compañía enorme y tener
más dinero del que pueden gastar. A ella en cambio le parece innecesario y,
sobre todo, terriblemente desgastante. ¿De qué sirve tener tanto dinero si uno
debe estar todo el tiempo en la oficina pendiente de cientos de proyectos y
supervisando a decenas de personas? ¿De qué sirve si uno no puede salir y reír
y disfrutar de la vida? Esa no era su idea de felicidad.
―Por cuestiones de la vida, mis
padres se divorciaron hace 10 años. Mi padre tiene otra esposa pero no ha
tenido otros hijos. Entonces yo debo hacerme cargo de eso, ¿sabes? Desde
pequeña me metieron esa idea en la cabeza. “Debes estudiar arquitectura para que
cuando tu padre muera tú te encargues de su negocio”. Podría haber estudiado
administración o contabilidad o algo así, pero mi padre necesitaba que su hija
fuera arquitecta también. No le parecía correcto que alguien que no tuviera
esos estudios dirigiera la compañía.
Martina mira fijamente a Nube.
Todo eso le parece tan extraño, tan lejano e irreal… Jamás habría imaginado que
esas cosas pasaban fuera de la televisión.
―Me di cuenta en el segundo año
de la carrera de que no me gusta la arquitectura ―Nube suelta una risa corta e
irónica―. De verdad no me gusta. Decidí decírselo a mi padre pero antes
consulté el tema con mi madre. ¿Sabes qué me dijo? Que eso no importaba, que
debía seguir adelante porque si no “qué iba a ser de nosotras cuando él muriera”. ¡De nosotras! Mi madre es una mujer
joven, se casó con mi padre cuando él tenía 33 y ella tenía 17, así que ella
está segura de que le va a sobrevivir y necesita que yo haga lo necesario para
obtener el control de la compañía.
―¿Entonces básicamente te
obligaron a estudiar lo que ellos quisieron y de cierta forma tu mamá intentó
manipularte para quedarse con parte del dinero de tu papá?
Tan absolutamente irreal.
―Sí, eso básicamente. Y creo que
me pesa demasiado. ¿Sabes que durante mis cuatro años y medio de universidad
jamás tuve un amigo? No lo sé, desconfiaba de todos. Creía que todos los que se
me acercaban lo hacían por interés. Desde luego, desde que mi madre me dijo
aquello le exigí a mi padre que por lo menos me pagara un departamento ―abre
ambos brazos dejando las palmas hacia arriba para señalar el lugar― y accedió.
Mi madre también me da un poco de dinero, supongo que de lo que recibe de mi
padre, pero en realidad nunca me lo gasto porque me da… no lo sé, asco que venga
de ella. Me siento tan usada, tan inútil, tan incapaz de conseguir cualquier
cosa por mí misma…
A Nube le gustaría llorar un poco
para liberar la tensión pero ya no puede. Está muy enojada y frustrada, y el
odio regresa de una forma muy visceral. Por eso lanza un gritito de sorpresa
cuando Martina la abraza de una forma tan protectora y le acaricia la mejilla
amigablemente. Le sorprende que el odio se pueda difuminar con una acción tan
simple.
―Creo que entiendo un poco esto.
Mmm, no sé cómo decirlo... Si tanto quieres que no te controlen, ¿por qué no te
alejas y ya?
―¿Quieres saber la verdad?
―Claro que sí.
―¿La verdad en serio?
―Sí ―responde con un tono
cantarín.
Nube suspira pesadamente. Jamás
lo ha confesado. De hecho, cree que incluso podría ser la primera vez que lo
admite ante sí misma.
―Medamiedonotenerdinero.
―¿Qué? ¿No tener dinero?
―Sí, mira, siempre he tenido una
vida muy cómoda y desde hace un par de años comencé a decir eso de que el
dinero no compra la felicidad... pero jamás he trabajado, no sé ganar dinero y
me da muchísimo miedo tener que sobrevivir sola con mis nulas habilidades. ¡Es
que no sé hacer nada! Soy una inútil y...
La risa de Martina inunda la
habitación. Le parece tan gracioso lo diferente que pueden ser las personas.
Nube, sorprendida por su risa, se dice que debería enojarse aunque sea un
poquito, pero le resulta imposible porque Martina no parece estar burlándose de
ella.
―No tienes que preocuparte por
eso. ¿Sabes por qué? ―pregunta con un guiño.
―No, la verdad no ―murmura Nube
avergonzada, muy avergonzada. No puede explicarse por qué de repente se siente
así.
―Mira, primer que nada, ¡me
tienes a mí! Así como me ves, llevo ya varios años trabajando y creo que tengo
experiencia en esos asuntos. Y, segundo, creo que te subestimas. Tienes
estudios y seguramente dinero ahorrado. Aunque no consigas trabajo rápido,
podrías sobrevivir fácilmente. Entonces no debes preocuparte. Podemos hacer
esto juntas y así será más fácil, ¿no lo crees?
Martina siente la vergüenza
apoderarse de ella en cuanto termina de dar su discurso motivacional. Dios,
cómo pudo… ¡cómo pudo! Se relaja notablemente cuando Nube se echa en sus brazos
cayendo sobre ella en el sofá y le da un beso en la mejilla.
―Muchas gracias, Martina.
Nube sonríe. El miedo no se ha
desvanecido y sabe que el odio sigue en su interior, al acecho, esperando
cualquier mínima provocación. Pero Martina está con ella y mientras esté presente
no tiene nada que temer. Nada puede salir desde ese pequeño abismo que se
esconde detrás de su sombra para aprovecharse de su debilidad mientras el sol
siga brillando.
El beso en la mejilla lleva a
varios besos en la boca y los besos en la boca llevan a una serie de
circunstancias que las dejan desnudas y sudorosas sobre el sofá. Así debe ser
la vida.
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