3. El sol siempre se oculta
Nube está sola en casa. Y es
jueves. No sabe por qué pero no puede sacarse de la cabeza que es jueves.
Martina se fue hace unas dos horas después de tener relaciones una vez más,
aunque en esta ocasión de una manera más bien rápida y casual, como si llevaran
mucho tiempo conociéndose y no esos escasos tres días. Nube no quería que se
fuera, detestaba la idea de que la dejara sola y de volver a sumirse en su
estúpida melancolía.
―¿Por qué no te quedas un poco
más? ―le había preguntado, quizá con un poco más de desesperación en la voz de
la que debía mostrar.
―Debo ir a recoger mis cosas al
trabajo, ya te lo dije ―había respondido Martina dedicándole una sonrisa cálida justo mientras terminaba
de ponerse el zapato deportivo en el pie derecho―. Por suerte siempre traigo
encima lo que necesito, ya sabes, la cartera, las llaves de casa, el celular, un
cigarrillo... Pero de todas maneras mi hermoso bolso que lleva dentro mi
hermosa tableta y mis hermosos plumones sigue allí y así ha sido desde el
martes. Ay, el solo hecho de pensar que tengo que hablar con mi jefe me provoca
malestar… Mmm, ¿debería decir ex jefe? No importa, de todas maneras me da un
poco de miedo. Creo que no estoy tomando esto muy bien ―había continuado casi
sin fijarse en que prácticamente no había hecho ninguna pausa durante esa
especie de monólogo―. Bueno, el caso es que debo irme. Pero nos veremos el
sábado, ¿no? O mañana si de verdad me despiden ―había añadido con la misma risa
transparente de siempre, aunque teñida con un poco de ansiedad.
Nube quiso decirle que postergara
más el momento de hablar con su jefe y de recoger sus cosas, que no pasaría
nada, que podrían estar juntas más tiempo, que no necesitaba ni su tableta, ni
sus plumones ni su hermoso bolso… Si no tenía trabajo tampoco necesitaba sus
cosas, ¿no? Y aunque su razonamiento le pareció de cierta manera lógico, lo consideró
terriblemente patético y prefirió quedarse callada, recibir pasivamente el beso
de Martina y verla salir del departamento con un pantalón y una camiseta amarilla
(que no combinada para nada con su cabello) que ella le había prestado. Después
de todo, Martina no había pasado a su casa y no llevaba más ropa que la que
cargaba puesta aquel martes que le parecía tan lejano, casi como si hubieran
pasado varios meses desde entonces.
Después de asomarse a la ventana para
ver a Martina una vez más y fijarse en que de verdad doblaba en la esquina,
Nube se dirigió a la cocina y se preparó un té de jazmín. Luego se sentó en la
sala, muy cerca de la ventana, y comenzó a pensar en el aparente giro que había
dado su vida. Aparente, desde luego, porque ahora que Martina se había ido se
estaba sumiendo de nuevo en esa especie de tristeza que se negaba a
abandonarla. Y por eso está ahí, con el té entre ambas manos, irremediablemente
sola y sin poderse sacar de la cabeza que es jueves.
Suspira profundamente, tanto que
le duele el pecho un poco cuando libera el aire. No se lo dijo a Martina y
quizá tampoco se lo habría dicho a ella misma si no se sintiera tan miserable
en ese mismo instante, pero ese lejano día, en el techo de ese edificio en
riesgo de derrumbarse, Nube estaba pensando seriamente en aventarse al vacío.
Claro que para lograrlo habría tenido que superar su miedo a las alturas… Y
casi lo lograba, casi...
Si no hubiese sido por Martina,
quizá en ese momento estaría muerta. Y nadie lo lamentaría, ¿cierto? Después de
todo no es más que una buena para nada que estudió una carrera que no la hace
feliz en lo más mínimo pero que contaba con la aprobación de su padre. Claro,
porque su padre le prometió un puesto de trabajo en su compañía cuando
terminara la carrera. Así podría tener una vida fácil en la que no tendría que
trabajar ni mucho ni bien, sólo debería esperar a que su padre muriera y dejara
la compañía en sus incompetentes manos.
Y Nube prácticamente había
renunciado a esa vida. No consiguió su título universitario con la velocidad y
practicidad que esperaba su padre y se dedicaba a vagar por las calles de esa
ciudad admirando las mil posibilidades que le daba su educación mientras
ignoraba las constantes llamadas de su madre. Una vez respondió a una de esas
llamadas, hace unos 5 meses, cuando su padre aún creía que Nube haría algo con
su vida. Su madre no hizo más que pedirle una y otra vez que le diera gusto a
su padre, que no perdería nada, que ya después podría hacer lo que quisiera.
Pero todo eso era mentira. Había seguido un camino equivocado y no veía la
manera de corregirlo.
Por eso le resultó tan fácil
subirse a ese edificio, contener la respiración y juntar lentamente el valor
para terminar con todo. Por eso. Porque su vida llevaba 23 años siendo un
fracaso monumental que sólo empeoraba con cada decisión que tomaba. Porque no
sabía qué más hacer ni a quién recurrir, ni cómo sacarse ese continuo dolor del
cuerpo. Nadie la entendía, nadie sabía, nadie podía ver...
Nube suelta un grito, mitad de
dolor y mitad de frustración cuando se deja caer el té en el regazo. Ni
siquiera para eso sirve, ni siquiera es capaz de sostener una maldita taza con
la fuerza suficiente para que no se resbale. Tira la taza al piso y se rompe.
La observa absorta, asustada y quizá un poco intrigada. Piensa en Martina, en
sus largas cicatrices, en la desolación y la vergüenza que percibió en su voz
cuando le contó que intentó suicidarse.
Por primera vez en su vida siente
una curiosidad que no puede contener. Sabe que no debe, que estaría mal… Recoge
un trozo roto de la taza, lo contempla a la luz que entra por la ventana como
si de esa manera pudiera comprender el encanto que tiene. Vuelve a pensar en
Martina, vuelve a visualizar sus cicatrices, vuelve a recodar lo inútil que se
siente y lo débil que se ha sentido desde que aceptó seguir los designios de su
padre.
Cierra los ojos con fuerza. Tiene
miedo y las manos le sudan mucho. Pero el odio puede más que el miedo y en ese
momento se odia muchísimo. Se odia por dejarse controlar, por someterse
voluntariamente a la infelicidad, por no haber podido decir “no” cuando aún
tenía una oportunidad. ¿Qué esperaba en aquel entonces? ¿En serio quería esa
vida cómoda? ¿De verdad esperaba recibir la aprobación de su padre?
También se odia por imbécil, por
ser un parásito de la sociedad. No tiene un trabajo, no tiene una casa, ni
siquiera tiene dinero propio. No tiene amigos... Y Pamela no cuenta porque ella
jamás entendería lo que le pasa. Ni ella, ni su padre, ni su maldita madre que
cree que llamándole todos los días podrá manipularla. Eso es lo que todos
quieren, ¿no? Todos quieren que sea su muñeca, su inútil muñeca.
Hace un movimiento rápido con la
mano. La mano que tiene el trozo de la taza rota. El trozo filoso que ahora tiene
sangre. Sangre suya.
Se queda mirando su propio brazo con
la boca abierta. Sangra. Bastante. Se ha cortado en el antebrazo, a unos cinco
centímetros de la muñeca, lo suficientemente lejos para no poner en peligro su
vida. Y de todas maneras la herida no es profunda. No le duele, sólo siente un
ardor lejano. Pero la sorpresa... Jamás creyó que podría hacer eso y mucho
menos que se sentiría tan... ¿bien?
Junta de nuevo el odio. Lo
absorbe. Cierra los ojos de nuevo y pega el trozo roto a su piel. Hace un corte,
dos cortes, tres cortes… Se corta hasta que el odio deja de fluir, se vacía por
completo.
Horas después, cuando cae en
cuenta de lo que realmente ha hecho, nota que su encuentro con Martina sólo ha
empeorado las cosas. Cuando está con ella la vida es brillante y feliz y digna
de vivirse. El sol brilla porque Martina está allí. Pero al final del día el
sol siempre se oculta, ¿no? Y cuando el sol se oculta…
A Nube no le queda más remedio
que hacerse un ovillo en el sillón y esperar el momento en que el sol vuelva a
salir.
No hay comentarios:
Publicar un comentario