miércoles, 25 de mayo de 2016

Nunca será lo mismo




No quería estar allí, en la cancha, sobre la arcilla ligeramente húmeda. Sobre todo no quería estar frente a ella, su antigua pareja de dobles, anterior compañera de aventuras, amor eterno y amante ocasional.

Sabía que Natalia había clasificado para Roland Garros después de haber sufrido una lesión en la rodilla el año pasado. También sabía que tarde o temprano, en realidad más temprano que tarde, tendría que jugar contra ella. Su entrenador se lo había dicho cuando llegaron a París, en el camino del aeropuerto al hotel, a bocajarro y sin palabras de consolación. Ese hombre tenía la idea de que ella jugaba mejor cuando tenía el corazón roto. Ella no estaba tan segura.

En ese mismo momento, mientras le daba la mano superficialmente, como si nunca se hubieran tocado en la intimidad, pensaba que su entrenador estaba completamente equivocado. Sentía que se iba a romper, ella, toda, en dos pedazos grandes y afilados.

―Suerte ―logró murmurar, posiblemente sin sonreír.

Necesitaba respirar profundo, calmarse, decirse que todo estaba bien. No podía. Sentía las manos débiles y le costaba agarrar firmemente la raqueta. Natalia sacó primero. No lograba recordar en qué momento le había ganado el sorteo o si ella, Irina, lo ganó y lo cedió. Era incapaz de concentrarse. La pelota pasó a su costado, lejos, muy lejos. Ace. 15-0. Se maldijo.

Se habían separado hacía tres lejanos años. Diferencias irreconciliables de objetivos profesionales. Antes de eso habían jugado juntas, como pareja de dobles, durante cinco años. Habían ganado muchos campeonatos, eran buenas. El secreto de los dobles es la compenetración y ellas sobresalían en eso. Y aún antes de eso habían entrenado juntas desde los 12 años, cuando a uno de los profesores del club donde jugaban en aquel entonces se le ocurrió hacer torneos internos y emparejar a los participantes al azar. Habían sido víctimas del azar.

No la había visto jugar ni se había enfrentado a ella desde su separación, y tenía previsto retrasar el encuentro el mayor tiempo posible. Pero el circuito de tenis en realidad es muy pequeño y ahí estaba, perdiendo estrepitosamente el primer set 6 juegos a 3 y comprobando que no se deben hacer planes de ese tipo.

Se sentía exhausta. Notó que estaba sudando mucho más de lo habitual pero no tuvo fuerzas para secarse. Sacó una raqueta nueva por puro instinto, básicamente un reflejo. Le quedaban unos minutos. Se sentó, volteó hacia Natalia, se encontró con su mirada, sintió una punzada en el estómago, contuvo el llanto. Había cámaras y no podía llorar frente a ellas, no cuando se estaba enfrentando a la jugadora que la conocía mejor incluso que su entrenador.

Natalia mantuvo la mirada, le sonrió un poquito, luego se levantó y comenzó a caminar hacia su lado de la cancha. Pasó frente a ella, la rozó, le recordó las veces que hacían el amor después del entrenamiento, en las regaderas, sudadas y cansadas, llenas de deseo. Le ardían los ojos pero aun así se levantó y llegó al lugar donde se suponía que debía estar.

Era su turno de sacar. Se desconectó del juego. Dejó que su cuerpo repitiera los movimientos que había hecho desde que era muy pequeña, desde que sus padres insistieron en que el tenis era un deporte respetable y libre de violencia. Les agradecía la decisión.

Una pelota se dirigió con mucha velocidad hacia un extremo de la cancha, intentó alcanzarla, se resbaló, cayó al suelo. Se ensució un poco. No importaba, podía seguir jugando, incluso podía sacar adelante el partido. Había roto una vez el servicio de Natalia y estaba manteniendo su saque. Podía hacerlo si no pensaba que estaba jugando contra la mujer a la que se había entregado en cuerpo y alma a los 15 años.

Se levantó, se ancló al piso, hizo una mueca. No podía apoyar la pierna derecha, le dolía mucho el tobillo. Caminó un poco así, despacio, sin apoyar demasiado su peso. Volteó hacia la red. Natalia estaba ahí, hablándole, poniendo esa cara de preocupación que tanto le gustaba. No entendía qué decía. Recordó la vez que Natalia la besó por primera vez, cuando le confesó sus sentimientos, y luego la ocasión en la que le dijo que quería ver más mundo, no estancarse sólo con ella. Diferencias irreconciliables.

Natalia quería experimentar, estar con otras personas. Eran muy jóvenes cuando empezaron a salir. Y estaba bien, tenía razón. Tal vez Irina debía hacer lo mismo. Por eso dejaron de jugar juntas, de ser compañeras, de participar en los mismos torneos, de verse todos los días.

―Irina, ¿estás bien? ―Natalia estaba a su lado y la sostenía. Ella aprovechó para recargar levemente su cabeza en el pecho ajeno. Extrañaba la sensación, el calor. No es lo mismo con ninguna otra persona.

―Sólo me duele ―respondió poniéndose la mano en le pecho porque también eso le dolía. Extrañarla tanto dolía―. Te extrañé mucho ―murmuró.

―Yo también a ti.

Al final tuvo que abandonar el partido. El fisioterapeuta había dicho que no era nada grave y que podría volver a jugar pronto. Le habían dado un analgésico y ya no le dolía tanto el tobillo. Natalia la ayudó a llegar a los vestidores. Era la misma de siempre y eso le alegraba. Por eso, a pesar del dolor, se encerraron un rato en el baño para recordarse con las manos.

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