Llevan 348 días sin
verse. Se supone que no debería llevar la cuenta pero simplemente es algo que
no puede evitar. Tampoco puede evitar buscar la única fotografía que le tomó
cuando recién comenzaban a salir y la vida era brillante y buena. Tiene una
versión impresa pero prefiere ver la que guarda en el ordenador dentro de
varias carpetas de nombres nada sospechosos.
En realidad debe evitar
muchas cosas más, como buscar su perfil en Facebook, crear una cuenta nueva y
hacerse su amiga, hablar con ella fingiendo ser otra persona. Es sólo que las
cosas salen naturalmente, sin esfuerzo. Claro que no le ha dicho eso al
psiquiatra que la ve cada viernes por la tarde. Sería tonto hacerlo porque va
en contra de todo lo que han trabajado en los últimos 6 meses. No le importa.
Esa semana incluso ha
omitido la terapia y ha preferido tumbarse en el suelo húmedo de un parque
cercano al consultorio. Sabe que está mal pero ya no soporta que el psiquiatra
le repita una y otra vez que está obsesionada con Elizabeth. Tampoco soporta
que la mande a tirar sus cartas, sus discos y todas las cosas que se la
recuerden. No puede. Significan demasiado para ella y perderlas sería perder
una parte de sí misma. No quiere.
En ese momento sólo
quiere entrar a su otra cuenta de Facebook y hablarle, preguntarle cómo ha
estado y cómo le va con su chica. Tal vez insiste demasiado en este tema pero
no le parece bien que Elizabeth haya continuado con su vida tan pronto, apenas
217 días después de su ruptura. Tampoco le parece bien seguir estancada con la
misma persona. Sin embargo, no quiere cambiar. Ni las terapias ni los
medicamentos ni los reproches de todos sus amigos han hecho dejar de sentir ese
cosquilleo en el estómago cuando ve una foto de Elizabeth en alguna parte de la
ciudad, sonriente y feliz.
Por eso a veces tiene
ganas de decirle quién es en realidad y lo mucho que le cuesta respirar por las
mañanas cuando despierta y la busca a su lado. Después de todos esos días, casi
un año, aún no se acostumbra a no sentir su calor por las noches. Una parte de
ella agradece que sólo durmieran en la misma cama una vez por semana, por lo
general los sábados, porque de lo contrario le resultaría aún más difícil
acostumbrarse a la ausencia.
La primera lágrima cae al
suelo y se pierde en el pasto decadente. No quiere llorar. No vale la pena.
Lloró mucho cuando Elizabeth le dijo que ya no quería estar con ella. También
se arrodilló, le abrazó las piernas y le rogó a gritos que no la dejara. Le
avergüenza pensar esas cosas pero a veces es bueno recordarse ciertas cosas. No
quiere olvidar las partes fundamentales de su vida. Tampoco quiere olvidar ni
un solo detalle de esa relación fallida.
La segunda lágrima se ha
estancado en su ojo derecho y la tercera ni siquiera logra existir. Por primera
vez en las últimas semanas no atribuye su breve felicidad a la alta dosis de
antidepresivos que usa. Suspira. Puede vivir con eso. De todas maneras, pase lo
que pase, mañana será el día 349.
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