La sala
está oscura y vacía. Está segura de que Alejandra le hubiera reprochado la
acción pero a ella no le importa. No está dispuesta a compartir ese momento con
nadie más y no le importan las opiniones ajenas. Ni siquiera ha llamado a su
suegra para decirle que Alejandra se marchó por la puerta trasera de la vida
hace 13 horas, 47 minutos y 15, 16, 17… segundos.
Tampoco
está dispuesta a dejar de llorar. No piensa darse tregua ni un segundo porque
el dolor que siente se le acumula en los pulmones y no la deja respirar. No
cree que vaya a desaparecer pero por lo menos espera que disminuya, que se haga
lo suficientemente pequeño para poder llevarlo a todas partes durante el resto
de la media vida que Alejandra le dejó al morir cobardemente después de un par
de meses de lucha contra una enfermedad terminal.
Las
lágrimas le inundan los ojos, la boca, la nariz. El sabor salado le hace
cosquillas en la lengua cuando intenta hablarle al cadáver que ha contemplado
en el velatorio durante las últimas horas.
Se abre
la puerta un poco y la luz de la sala vecina, que de repente se le antoja todo
un mundo diferente, se cuela en la sala e ilumina delicadamente el rostro de
Alejandra. Se da cuenta de que el amor de su vida no ha cambiado tanto… no para
ella. Conserva la expresión de tranquilidad que le encantaba contemplar todas
las mañanas antes de salir a trotar y dejarla descansando en casa. Incluso en
el hospital, conectada a todas esas máquinas y con agujas perforando su piel
por todas partes, más drogada que dormida, transmitía esa calma.
Alza la
cabeza un poco y escapa de sus recuerdos. Hay un hombre parado cerca. No había
notado que le estaba diciendo algo.
―
¿Disculpe? ―su voz se escucha rota y la palabra se divide en 3 sílabas llorosas
cuando sale de sus labios.
― Ya es
hora.
Al
principio no lo comprende. Mira a su alrededor. Es la primera vez que lo hace y
descubre o recuerda, no sabe muy bien cuál de las dos cosas, que está en un
velatorio. Entonces cae en cuenta de que es la hora de la despedida final, el
último momento que le queda a lado del cuerpo vacío y maltrecho de Alejandra.
― No…
―no sabe muy bien qué decir, cómo explicar las dos o tres ideas que le pasan
por la cabeza y se mezclan a toda velocidad, obligándola a prestar atención a
un mundo que no quiere volver a pisar.
― Si
gusta despedirse, puedo volver en media hora.
El
hombre es amable y su tono de voz es condescendiente. Se nota que trata a
diario con muchas personas conmocionadas, rotas como ella, renuentes a dejar ir
a los muertos.
― Por
favor ―trata de sonreír pero no lo logra. Las lágrimas siguen inundándole la
boca y el gesto no resulta natural en su rostro.
El
hombre se retira, la puerta se cierra, la luz desaparece. Alejandra ha quedado
sumida de nuevo en la penumbra y ahora a ella le parece que la sala está aún
más oscura que antes. No sabe qué hacer, se siente confundida y hastiada,
vacía. Le llega la amarga sensación de que está lista para morir pero lo ha
estado desde que Alejandra se enfermó y simplemente sigue viva.
Se da
cuenta de que ha estado de pie mucho tiempo. Tiene los pies entumidos y mal
enfundados en unos zapatos de tacón bajo media talla más pequeños porque le
pertenecen a la mujer que descansa en el ataúd que ambas eligieron en momento
de macabra locura.
Se
acerca al ataúd y mira a Alejandra de arriba a abajo y luego de abajo a arriba.
Se fija en su piel pálida, en sus manos que no parecen encontrar el descanso,
en el vestido negro y delgado que apenas la cubre. La vuelve a mirar. “Una
última vez”, se dice. Entonces se quita el vestido largo que compró para la
ocasión, se baja los calzones de un color demasiado brillante y se tumba sobre
Alejandra.
No le
gusta la sensación de la piel muerta ni la inmovilidad, ni la falta de
respiración. Sus manos vacilan, juguetean un rato con los pechos, tan conocidos
y familiares, de la mujer a la que amó muchas noches e incontables tardes. Los
pezones se sienten ligeramente erectos pero no de la manera provocadora que la
obligaba a echársele encima y aprisionarla con su cuerpo.
Desliza
la mano por debajo del vestido hasta el centro de su cuerpo. No lleva ropa
interior, ¿para qué la necesitaría una persona a la que van a cremar en menos
de 24 horas? Siente los vellos escasos y los acaricia un rato. Apoya su rostro
en el pecho de Alejandra para quedar en una posición más cómoda, con el cuerpo
levemente doblado. Su otra mano hace un esfuerzo por llegar a una posición
incómoda y meterse entre sus propias piernas.
Se frota
un punto específico entre las piernas mientras penetra con cierta dificultad a
Alejandra con un solo dedo. Extraña la humedad, las contracciones, el calor. Se
conforma e imagina, evoca otros tiempos y otros lugares y llora más fuerte
porque jamás volverá a ocurrir.
Se
levanta bruscamente, recuperando sus dos manos y sintiendo el contraste. Se
baja del ataúd, le da un beso largo en la boca a Alejandra y se aleja. Sigue
sin dejar de llorar y el dolor es igual de intenso. No se puede calmar, ni ahuyentar.
No puede escapar porque poco a poco le está yendo la media vida. Con el tiempo
será un cuarto de vida y luego algo más chiquito y casi inexistente que ya no
le pesará tanto.
El
hombre vuelve a abrir la puerta. Dice más cosas que a ella no le importan y se
lleva Alejandra. Simplemente adiós.
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