domingo, 6 de marzo de 2016

Media vida




La sala está oscura y vacía. Está segura de que Alejandra le hubiera reprochado la acción pero a ella no le importa. No está dispuesta a compartir ese momento con nadie más y no le importan las opiniones ajenas. Ni siquiera ha llamado a su suegra para decirle que Alejandra se marchó por la puerta trasera de la vida hace 13 horas, 47 minutos y 15, 16, 17… segundos.

Tampoco está dispuesta a dejar de llorar. No piensa darse tregua ni un segundo porque el dolor que siente se le acumula en los pulmones y no la deja respirar. No cree que vaya a desaparecer pero por lo menos espera que disminuya, que se haga lo suficientemente pequeño para poder llevarlo a todas partes durante el resto de la media vida que Alejandra le dejó al morir cobardemente después de un par de meses de lucha contra una enfermedad terminal.

Las lágrimas le inundan los ojos, la boca, la nariz. El sabor salado le hace cosquillas en la lengua cuando intenta hablarle al cadáver que ha contemplado en el velatorio durante las últimas horas.

Se abre la puerta un poco y la luz de la sala vecina, que de repente se le antoja todo un mundo diferente, se cuela en la sala e ilumina delicadamente el rostro de Alejandra. Se da cuenta de que el amor de su vida no ha cambiado tanto… no para ella. Conserva la expresión de tranquilidad que le encantaba contemplar todas las mañanas antes de salir a trotar y dejarla descansando en casa. Incluso en el hospital, conectada a todas esas máquinas y con agujas perforando su piel por todas partes, más drogada que dormida, transmitía esa calma.

Alza la cabeza un poco y escapa de sus recuerdos. Hay un hombre parado cerca. No había notado que le estaba diciendo algo.

― ¿Disculpe? ―su voz se escucha rota y la palabra se divide en 3 sílabas llorosas cuando sale de sus labios.

― Ya es hora.

Al principio no lo comprende. Mira a su alrededor. Es la primera vez que lo hace y descubre o recuerda, no sabe muy bien cuál de las dos cosas, que está en un velatorio. Entonces cae en cuenta de que es la hora de la despedida final, el último momento que le queda a lado del cuerpo vacío y maltrecho de Alejandra.

― No… ―no sabe muy bien qué decir, cómo explicar las dos o tres ideas que le pasan por la cabeza y se mezclan a toda velocidad, obligándola a prestar atención a un mundo que no quiere volver a pisar.

― Si gusta despedirse, puedo volver en media hora.

El hombre es amable y su tono de voz es condescendiente. Se nota que trata a diario con muchas personas conmocionadas, rotas como ella, renuentes a dejar ir a los muertos.

― Por favor ―trata de sonreír pero no lo logra. Las lágrimas siguen inundándole la boca y el gesto no resulta natural en su rostro.

El hombre se retira, la puerta se cierra, la luz desaparece. Alejandra ha quedado sumida de nuevo en la penumbra y ahora a ella le parece que la sala está aún más oscura que antes. No sabe qué hacer, se siente confundida y hastiada, vacía. Le llega la amarga sensación de que está lista para morir pero lo ha estado desde que Alejandra se enfermó y simplemente sigue viva.

Se da cuenta de que ha estado de pie mucho tiempo. Tiene los pies entumidos y mal enfundados en unos zapatos de tacón bajo media talla más pequeños porque le pertenecen a la mujer que descansa en el ataúd que ambas eligieron en momento de macabra locura.

Se acerca al ataúd y mira a Alejandra de arriba a abajo y luego de abajo a arriba. Se fija en su piel pálida, en sus manos que no parecen encontrar el descanso, en el vestido negro y delgado que apenas la cubre. La vuelve a mirar. “Una última vez”, se dice. Entonces se quita el vestido largo que compró para la ocasión, se baja los calzones de un color demasiado brillante y se tumba sobre Alejandra.

No le gusta la sensación de la piel muerta ni la inmovilidad, ni la falta de respiración. Sus manos vacilan, juguetean un rato con los pechos, tan conocidos y familiares, de la mujer a la que amó muchas noches e incontables tardes. Los pezones se sienten ligeramente erectos pero no de la manera provocadora que la obligaba a echársele encima y aprisionarla con su cuerpo.

Desliza la mano por debajo del vestido hasta el centro de su cuerpo. No lleva ropa interior, ¿para qué la necesitaría una persona a la que van a cremar en menos de 24 horas? Siente los vellos escasos y los acaricia un rato. Apoya su rostro en el pecho de Alejandra para quedar en una posición más cómoda, con el cuerpo levemente doblado. Su otra mano hace un esfuerzo por llegar a una posición incómoda y meterse entre sus propias piernas.

Se frota un punto específico entre las piernas mientras penetra con cierta dificultad a Alejandra con un solo dedo. Extraña la humedad, las contracciones, el calor. Se conforma e imagina, evoca otros tiempos y otros lugares y llora más fuerte porque jamás volverá a ocurrir.

Se levanta bruscamente, recuperando sus dos manos y sintiendo el contraste. Se baja del ataúd, le da un beso largo en la boca a Alejandra y se aleja. Sigue sin dejar de llorar y el dolor es igual de intenso. No se puede calmar, ni ahuyentar. No puede escapar porque poco a poco le está yendo la media vida. Con el tiempo será un cuarto de vida y luego algo más chiquito y casi inexistente que ya no le pesará tanto.

El hombre vuelve a abrir la puerta. Dice más cosas que a ella no le importan y se lleva Alejandra. Simplemente adiós.

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