Se sentía rota, como el jarrón de porcelana fina que una vez dejó caer del esquinero de casa de su abuela. Hecha pedacitos que requerirían demasiado pegamento y esfuerzo, demasiada inversión para juntarlos. Y en esos momentos no estaba dispuesta a invertir, era tedioso, cansado e inútil. Inútil porque de todas maneras jamás volvería a quedar igual. Esa fue una de las primeras lecciones que aprendió de la vida cuando, una semana después, llevaron el jarrón reparado y su abuela lo conservó por amor al recuerdo. Había dejado de ser bello.
Y ella sentía que había
dejado de ser bella. Todos los recuerdos de su rutina estaban contaminados por
la presencia, ahora ausencia, de una mujer que había sido su amante. Desde
salir a correr por las mañanas, con ella, jugando a encontrar canciones que
contuvieran una palabra dicha al azar, hasta la hora de la cena, por lo general
en un restaurante cercano a la oficina, mirándose sin parar. Toda la esencia de
su existencia, la persona alrededor de la cual había construido su vida, había
dejado de existir varios meses atrás.
Recordaba el momento y
sabía que lo recordaba porque le dolía. El dolor le oprimía el pecho por las
noches y la hacía sollozar en la oscuridad, a solas, abrazada a la almohada
para sentirse un poquito menos mal. Le dolía igual que se hubiera llevado todas
sus cosas, incluso al periquito australiano que habían comprado para darle un
poco de vida al departamento que, desde luego, rentaban juntas.
El momento aún le parecía
algo difícil de asimilar. La noche anterior le había dicho que la amaba
mientras hacían amor y la mañana siguiente se encontraba haciendo su maleta y
pidiendo un taxi para salir de una vez por todas del departamento. Simplemente
la había dejado anonadada, sorprendida y con lágrimas corriendo libres por su
cara.
― ¿Pero por qué? ¿Qué
cambió de anoche a ahora? ¿Qué pasó en menos de 10 horas? ―le había preguntado,
por una parte porque le encantaba sufrir y por otra porque en serio, de verdad,
no entendía el motivo de la caída de su mundo.
― Sólo decidí que lo
nuestro tiene que terminar, hay que darnos un tiempo. Ya sabes, no eres tú, soy
yo ―había respondido mirándola brevemente, justo un segundo antes de comenzar a
sacar su ropa interior de los cajones.
Y a ella le había dolido
la burla, el tono de condescendencia en el “no eres tú, soy
yo”. Si algo entendía del asunto es que era ella.
No tenía ni la menor idea del error, de ese algo que había hecho tan mal como
para obligarla a marcharse sin más, pero estaba segura de que era su culpa.
― Puedo cambiar. Dime qué
hice mal y te juro que haré algo para arreglarlo.
Meses después se había
odiado por rogar, por prácticamente arrodillarse frente a ella y ofrecerle más
de lo que tenía. Pero en ese momento le había parecido la decisión adecuada
porque necesitaba que se quedara,
seguir con ella, mantenerla a su lado.
― No lo entiendes, no
funciona así. No puedo quedarme, lo siento ―había llenado tres maletas grandes
que no le conocía y las sacó del departamento poco a poco. Cuando hubo terminado
con eso, tomó al periquito, volteó hacia a ella y le hizo un gesto de despedida
con la mano―. Nos vamos. Cuídate.
Y se fue. Salió por la
misma puerta que ella se vio obligada a atravesar una y otra vez para rememorar
el momento, lo rápido de la despedida, el último beso jamás dado.
Le marcó muchas veces en
los días posteriores pero ella nunca respondió. Luego el número dejó de estar
habilitado y ya no tuvo manera de siquiera intentar comunicarse con ella. Supo
que era lo mejor, pero eso no impidió que siguiera abrazando a la almohada cada
noche y deseando aunque sea comprender qué había pasado.
Así que estaba rota, más
rota aún que ese dichoso jarrón. Ese día la abuela le había pegado, pero a ella
no le había importado mucho; sabía que lo merecía. Y en ese momento se dio
cuenta de lo que necesitaba, lo que aliviaría un poco su dolor. Corrió a la
cocina, tomó un cuchillo, se bajó el pantalón e hizo una herida larga pero poco
profunda en su pierna derecha. Suspiró. El dolor menguaba. Eso era todo lo que
hacía falta.
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