miércoles, 20 de enero de 2016

Falta


Se sentía rota, como el jarrón de porcelana fina que una vez dejó caer del esquinero de casa de su abuela. Hecha pedacitos que requerirían demasiado pegamento y esfuerzo, demasiada inversión para juntarlos. Y en esos momentos no estaba dispuesta a invertir, era tedioso, cansado e inútil. Inútil porque de todas maneras jamás volvería a quedar igual. Esa fue una de las primeras lecciones que aprendió de la vida cuando, una semana después, llevaron el jarrón reparado y su abuela lo conservó por amor al recuerdo. Había dejado de ser bello.

Y ella sentía que había dejado de ser bella. Todos los recuerdos de su rutina estaban contaminados por la presencia, ahora ausencia, de una mujer que había sido su amante. Desde salir a correr por las mañanas, con ella, jugando a encontrar canciones que contuvieran una palabra dicha al azar, hasta la hora de la cena, por lo general en un restaurante cercano a la oficina, mirándose sin parar. Toda la esencia de su existencia, la persona alrededor de la cual había construido su vida, había dejado de existir varios meses atrás.

Recordaba el momento y sabía que lo recordaba porque le dolía. El dolor le oprimía el pecho por las noches y la hacía sollozar en la oscuridad, a solas, abrazada a la almohada para sentirse un poquito menos mal. Le dolía igual que se hubiera llevado todas sus cosas, incluso al periquito australiano que habían comprado para darle un poco de vida al departamento que, desde luego, rentaban juntas.

El momento aún le parecía algo difícil de asimilar. La noche anterior le había dicho que la amaba mientras hacían amor y la mañana siguiente se encontraba haciendo su maleta y pidiendo un taxi para salir de una vez por todas del departamento. Simplemente la había dejado anonadada, sorprendida y con lágrimas corriendo libres por su cara.

― ¿Pero por qué? ¿Qué cambió de anoche a ahora? ¿Qué pasó en menos de 10 horas? ―le había preguntado, por una parte porque le encantaba sufrir y por otra porque en serio, de verdad, no entendía el motivo de la caída de su mundo.

― Sólo decidí que lo nuestro tiene que terminar, hay que darnos un tiempo. Ya sabes, no eres tú, soy yo ―había respondido mirándola brevemente, justo un segundo antes de comenzar a sacar su ropa interior de los cajones.

Y a ella le había dolido la burla, el tono de condescendencia en el “no eres tú, soy yo”. Si algo entendía del asunto es que era ella. No tenía ni la menor idea del error, de ese algo que había hecho tan mal como para obligarla a marcharse sin más, pero estaba segura de que era su culpa.

― Puedo cambiar. Dime qué hice mal y te juro que haré algo para arreglarlo.

Meses después se había odiado por rogar, por prácticamente arrodillarse frente a ella y ofrecerle más de lo que tenía. Pero en ese momento le había parecido la decisión adecuada porque necesitaba que se quedara, seguir con ella, mantenerla a su lado.

― No lo entiendes, no funciona así. No puedo quedarme, lo siento ―había llenado tres maletas grandes que no le conocía y las sacó del departamento poco a poco. Cuando hubo terminado con eso, tomó al periquito, volteó hacia a ella y le hizo un gesto de despedida con la mano―. Nos vamos. Cuídate.

Y se fue. Salió por la misma puerta que ella se vio obligada a atravesar una y otra vez para rememorar el momento, lo rápido de la despedida, el último beso jamás dado.

Le marcó muchas veces en los días posteriores pero ella nunca respondió. Luego el número dejó de estar habilitado y ya no tuvo manera de siquiera intentar comunicarse con ella. Supo que era lo mejor, pero eso no impidió que siguiera abrazando a la almohada cada noche y deseando aunque sea comprender qué había pasado.

Así que estaba rota, más rota aún que ese dichoso jarrón. Ese día la abuela le había pegado, pero a ella no le había importado mucho; sabía que lo merecía. Y en ese momento se dio cuenta de lo que necesitaba, lo que aliviaría un poco su dolor. Corrió a la cocina, tomó un cuchillo, se bajó el pantalón e hizo una herida larga pero poco profunda en su pierna derecha. Suspiró. El dolor menguaba. Eso era todo lo que hacía falta.

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